Refugio invernal de la alta sociedad europea en siglos pasados, la ciudad de la Costa Azul cautiva hoy a todo el mundo gracias a su vistoso patrimonio, sus destacados museos y una vibrante vida cultural.
«Hay dos ciudades en Niza, la ciudad vieja y la ciudad nueva, l’antica Nizza y la new Nice: la Niza italiana y la Niza inglesa». Alejandro Dumas escribió esta frase en 1851, en sus Impressions de Voyage, pero si lo hubiera hecho hoy se habría visto obligado a añadir otras muchas “Nizas”.
En 1860 la localidad acabaría convirtiéndose en una ciudad francesa (lo había sido antes de forma intermitente), pero ese hecho no sólo no borró sus identidades anteriores, sino que la nueva se sumó con naturalidad a ese cóctel de lenguas y culturas que daban forma a la localidad de la Costa Azul, y lo mismo sucedería con las que estaban por venir.
Situada en una localización envidiable, a los pies de los Alpes y acariciada por las aguas del Mediterráneo, los griegos foceos fundaron Niza en el 350 a.C. con el nombre de Nikaia, y más tarde fue romana, ostrogoda, bizantina, genovesa y parte del ducado de Saboya y del reino de Cerdeña, antes de acabar en manos galas. Dumas hablaba de una «Niza inglesa» y, en efecto, cuando el autor de Los tres mosqueteros visitó la ciudad, hacía casi un siglo que los primeros británicos habían empezado a frecuentarla durante los meses de invierno, en busca de sol y temperaturas benignas.
Aquellos precursores del turismo pertenecían a la aristocracia, como Lord y Lady Cavendish o el duque de York, y en sus primeras “incursiones” solían alquilar edificios de apartamentos en la parte nueva, que se estaba construyendo al oeste del centro histórico.
Con el paso del tiempo, convertida ya Niza en destino de moda, muchos comenzaron a construir sus propias villas y palacios, o a alojarse en los distintos hoteles de lujo que se fueron levantando a orillas del Mediterráneo. Para entonces ya no eran sólo británicos quienes la invadían a partir de octubre: rusos, alemanes, americanos… se habían sumado a la moda de invernar en Niza y otros rincones de la Costa Azul.
Napoleón III, el barón Haussmann, los Rothschild, el zar Alejandro II, el rey Luis I de Baviera… Monarcas, nobles y magnates de todo el planeta competían para ver quién hacía la mayor ostentación de lujo, derroche y elegancia, y pronto se sumaron a ellos escritores, intelectuales y artistas (Nietzsche, Víctor Hugo, Stendhal, Matisse…) que recalaron aquí en busca de relax, inspiración y experiencias emocionantes. Blasco Ibáñez, que vivió sus últimos años en la cercana Menton, lo resumió en dos frases: «El verdadero encanto de la Costa Azul es obra del hombre. Lo más interesante en ella es la humanidad que la puebla durante los meses del invierno».
Fruto de todo aquel maremágnum de visitantes, auténtico melting pot que tuvo su punto culminante a comienzos del siglo XX, la ciudad francesa asistió a una peculiar fusión de influencias culturales internacionales que cobró forma en una fascinante muestra de arquitectura de diferentes estilos: del historicismo al Art Déco, pasando por el eclecticismo y el gusto de la Belle Époque. Una riqueza artística y cultural que, en 2021, la Unesco reconoció otorgando a Niza el título de Patrimonio de la Humanidad, cuyo legado se reparte por 522 hectáreas de patrimonio arquitectónico y paisajístico.
La Vieux Nice
Todo ese pasado repleto de historia, arte, lujo y frivolidad ha hecho de Niza una urbe mestiza, atractiva y un tanto bipolar: antigua y vanguardista; sofisticada pero también popular; hedonista y apasionada por la cultura… Niza dejó atrás su condición de “ciudad de invierno” tras la Segunda Guerra Mundial, cuando comenzó a recibir también a visitantes veraniegos.
De su pasado como pionera turística se conservan la mayoría de sus hitos: ahí sigue el soleado y elegante Promenade des Anglais, el paseo marítimo financiado por los ingleses en el que se levantan el lujoso Hôtel Negresco, de aires Belle Époque, o el Palais de la Mediterranée, de estilo Art Déco.
También sigue en pie la discordante catedral ortodoxa de San Nicolás, con sus cúpulas en forma de bulbo, levantada por la familia imperial rusa en recuerdo del zarévich Nicolás, o las numerosas villas y palacetes del exclusivo barrio de Cimiez, en las colinas, donde, por ejemplo, tuvo su residencia la mismísima reina Victoria.
A orillas del Mediterráneo, acurrucada junto a la Colline du Château, sigue imperturbable la Vieux Nice –l’antica Nizza de Dumas–, que nació donde se asentaron los foceos hace casi 2.400 años. En sus calles, estrechas y concurridas, las mismas que recorrió Garibaldi hasta que se enroló en un mercante para vivir una vida de aventuras, se apelotonan casas con fachadas de color melocotón y ropa tendida en las ventanas. El barrio no puede negar su alma italiana y, de hecho, muchos vecinos y comerciantes alternan esa lengua con el francés o el nizardo, el dialecto regional de raíces occitanas.
En la parte de la Vieux Nice más cercana al mar se encuentra el Cours Saleya, una amplia plaza que cobija un mercado de flores y artesanía, además de numerosos bares y restaurantes, y en la que se levanta la Chapelle de la Miséricordie, un templo con un espectacular interior barroco. No lejos de allí se encuentra la llamada Casa de Adán y Eva, un edificio renacentista bautizado así por el bajorrelieve que decora su dintel, y en el que aparece la pareja primigenia sosteniendo sendos garrotes.
En el corazón del casco histórico aguardan más templos barrocos, como la iglesia de Notre-Dame de l’Annonciation o la de Saint-Jacques, la primera en construirse en este estilo en la ciudad, allá por 1640. A mano izquierda, caminando solo unos minutos, se alcanza la plaza Rossetti, que reúne un buen número de cafés y restaurantes que miran a la catedral de Sainte-Réparate, también barroca, y dedicada a la patrona de la ciudad; según la tradición piadosa, esta niña santa murió como mártir en Tierra Santa y llegó a la ciudad de forma milagrosa, en un barco guiado por los ángeles.
Una ciudad consagrada al arte
Más allá de su notable patrimonio, Niza sobresale también por su devoción a las artes en todas sus formas. Buena prueba de ello son sus diecinueve museos, sus numerosas galerías y festivales y los abundantes ejemplos de arte a pie de calle. Muy cerca de la Vieja Niza, a un paso de la plaza Garibaldi, se encuentra el Musée d’Art Moderne et Contemporain (MAMAC). Inaugurado en 1990, este vistoso edificio de los arquitectos Yves Bayard y Henri Vidal custodia una increíble colección compuesta por más de 1.400 obras de 370 artistas, con creaciones que abarcan desde 1950 hasta la actualidad.
La colección permanente desarrolla un diálogo entre el nuevo realismo europeo y el pop art americano (hay piezas de Warhol o Lichtenstein, entro otros), aunque posee también ejemplos de arte pobre y minimalista. Sus imprescindibles: las salas dedicadas a Yves Klein y Niki de Saint Phalle, las más importantes del mundo de ambos artistas.
No lejos de allí, pero ya en lo alto de una colina del exclusivo barrio de Cimiez, se encuentra otro de los hitos de la ciudad, el Museo Marc Chagall, que el año pasado celebró su 50 aniversario. Con más de 200.000 visitantes anuales, este espacio surgió gracias a la iniciativa del novelista André Malraux, entonces ministro de Cultura y amigo personal del pintor, que había donado al estado francés su ciclo de pinturas bíblicas.
A estas obras (17 grandes lienzos con escenas del Antiguo Testamento) se sumaron unas espectaculares vidrieras que el artista creó para el auditorio del museo, así como un gran mosaico representando al profeta Elías en su carro de fuego. A la muerte de Chagall, la institución recibió en herencia más de 300 piezas adicionales, por lo que hoy cuenta con la mayor colección de obras del pintor. Con motivo del 50 aniversario de su creación, el museo inauguró la exposición Chagall et moi! en la que invitaba a distintas personalidades de la actualidad (músicos, diseñadores, perfumistas, escritores…) a aportar su lectura del artista.
El barrio de Cimiez, con sus villas y palacios construidos por la élite de la Belle Époque, fue también el lugar elegido para ubicar el museo de otro genio de la pintura. Casualmente, el Musée Matisse, localizado en un antiguo palacio del siglo XVII, también ha estado recientemente de celebración, pues en 2023 se cumplieron 60 años de su apertura.
Matisse se mudó a Niza en 1921 para aprovechar su clima benigno y mejorar su delicada salud, pero también para estar cerca de sus grandes amigos: Renoir, Picasso y Bonnard. En un principio se alojó en una casa del Cours Saleya con vistas al mar, pero más tarde se trasladó al barrio de Cimiez, al Palacio Excelsior Régina, un edificio que antiguamente había sido palacio de invierno de la reina Victoria.
Muy cerca de allí se instaló el Musée Matisse en 1963, nueve años después de la muerte del artista, y hoy custodia una gran colección compuesta por más de 600 obras y 130 objetos personales. La visita al museo cuenta además con otro atractivo, pues el recinto se levanta junto al antiguo anfiteatro y las termas romanas de Cemenelum, cuya historia –y la del pasado remoto de la región– se puede repasar en el Musée Archéologique, ubicado también allí, gracias a las piezas descubiertas durante las excavaciones.
De regreso en la ciudad baja, la Plaza Masséna es otro de los iconos de Niza y uno de los hitos del llamado Consiglio d’Ornato, el plan urbanístico que el reino de Cerdeña ideó para embellecer la ciudad a comienzos del siglo XIX. Hoy la plaza es el centro neurálgico de Niza y, tras su renovación en 2007, acoge una singular intervención artística: la del español Jaume Plensa, autor de las siete estatuas que dan forma a la obra Conversación en Niza, que representa a los siete continentes.
No es la única obra moderna que decora la ciudad. Si seguimos la red de tranvía, encontramos una curiosa colección de obras de arte al aire libre que aderezan el paisaje urbano, con creaciones de Gunda Förster, Yann Kersalé o Sarkis, entre otros.
Los hoteles tampoco son ajenos a la escena artística, y no sólo porque los edificios en los que se ubican sean auténticas obras de arte. Un buen ejemplo es el Hotel Windsor, un establecimiento cercano a la Promenade des Anglais que ha hecho del arte contemporáneo su seña de identidad. El Windsor fue construido en 1896 por un arquitecto de la escuela de Eiffel, y desde 1942 ha sido regentado por la misma familia. En los años 80, el entonces gerente, Bernard Redolfi, inició la costumbre de, cada año, encargar a un artista la remodelación de alguna de sus habitaciones.
Desde 2004, su sucesora Odile Redolfi-Payen ha continuado con la tradición, añadiendo su propio granito de arena con la celebración de exposiciones temporales que inundan de obras de arte hasta el último rincón del hotel. Además, organiza cada noviembre el Festival OVNi, dedicado al vídeo arte y las últimas tendencias audiovisuales, con propuestas que llenan con imágenes en movimiento, luz y color tanto las habitaciones del Windsor como las de otros hoteles de la ciudad. Incluso Dumas, dotado de una portentosa imaginación, se asombraría –para bien–, con esta nueva y fascinante Niza…
* Antibes y Picasso: un idilio apasionado
Los comerciantes griegos que la fundaron allá por el siglo V a.C. le pusieron el nombre de Antípolis (“ciudad opuesta”), por estar justo frente a Niza, y hoy Antibes constituye una opción estupenda para una rápida escapada desde su «hermana mayor». Este antiguo pueblo pesquero atrae a muchos turísticas por su fabuloso estupendo puerto deportivo –es el más grande de Europa–, pero su mayor atractivo está en la Vieil Antibes (la ciudad vieja).
Además de los restos de su antigua muralla, de su colorido y animado mercado provenzal y del Museo de Historia y Arqueología (ubicado en el antiguo bastión Saint-André), la joya indiscutible es el Musée Picasso, instalado en el antiguo castillo Grimaldi, a orillas del mar. En otoño de 1946, en pleno romance con la joven Françoise Gilot, el malagueño fue invitado a instalar su taller en las estancias del recinto, y fruto de aquellos meses surgió el germen del actual museo.
Picasso regaló a la institución casi todas las obras que creó en ese tiempo: veinticuatro óleos, ochenta piezas de cerámica, cuarenta y cuatro dibujos, treinta y dos litografías, dos esculturas y cinco tapices. Un auténtico tesoro que hoy puede contemplarse en la colección permanente del museo, uno de los más importantes del mundo sobre su figura. Además de las obras de Picasso, el museo cuenta también con esculturas de Joan Miró o la artista local Germaine Richier.
También merece la pena caminar por el paseo marítimo siguiendo la Ruta de los Pintores, un itinerario jalonado por reproducciones de obras realizadas por artistas como Monet, Meissonier, H. E. Cross o el propio Picasso, y que permiten comparar las pinturas con el paisaje desde el mismo punto en el que fueron realizadas.
Más información: Turismo de Niza & Côte d’Azur
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