Es viernes y falta poco para que el sol se oculte por el horizonte. En cualquier otro lugar del planeta, este detalle no tendría mayor importancia, pero estamos en Jerusalén, el sabbat está a punto de comenzar y las calles de la ciudad asisten a un frenesí que se repite semana tras semana.
Con el inicio del día sagrado para los judíos, una auténtica marea humana, entre la que destacan los ultraortodoxos, ataviados con sus severos trajes oscuros, sus trenzas y barbas y sus sombreros negros asalta las calles de la ciudad en dirección a la Ciudad Vieja.
Aquellos que observan el sabbat con rigurosidad –la gran mayoría entre los hebreos de Jerusalén– abandonan toda tarea e inician la marcha hacia el kotel, el célebre Muro de las lamentaciones, donde se entregarán con frenesí a rezos, alegres cánticos y bailes. Otros visten sus mejores galas y se dirigen a casa de familiares y amigos para participar en la tradicional cena del viernes.
Hasta el crepúsculo del sábado, cuando se “enciendan” en el firmamento las primeras estrellas de la noche, el mundo se habrá detenido –casi literalmente– para buena parte de los judíos de la ciudad.
La del sabbat es sólo una de las muchas manifestaciones religiosas que, aún hoy, en pleno siglo XXI, marcan el ritmo de Jerusalén, ciudad sagrada para las tres “religiones del Libro”: aquí vivió, predicó y murió Jesucristo hace casi dos mil años; la ciudad acogió también, durante siglos, el imponente Templo de Salomón, símbolo de la fe judaica, y en ese mismo lugar, desde una roca hoy considerada sagrada por la tradición musulmana, ascendió Mahoma hasta los cielos.
En resumen, Jerusalén es una auténtica “puerta del cielo”, un centro sagrado en el que se acumulan hitos religiosos y arqueológicos, pero también una amalgama de razas, credos y culturas que atrae cada año a millones de peregrinos y turistas. Y no es para menos. Pocos lugares del planeta pueden presumir de evocar con tanta eficacia la sensación de haber viajado al pasado.
Una impresión que se hace más patente en Jerusalén Este, en la Ciudad Vieja, en manos israelíes desde la Guerra de los Seis Días (1967). Allí, tras los sólidos muros de época otomana levantados por Solimán el Magnífico, se apiñan cuatro distritos correspondientes a otras tantas comunidades diferentes: judía, cristiana, musulmana y armenia.
La Ciudad Vieja cuenta con ocho puertas. Todas ellas, excepto una –la Puerta Dorada, cerrada a cal y canto a la espera de la venida del Mesías– flanquean el paso a los lugares más señalados de la antigua urbe sagrada. Una de las más usadas por los turistas es la Puerta de Jaffa, que facilita el acceso a los barrios cristiano y armenio. Nada más traspasar el umbral, a mano derecha, se levanta la llamada Torre de David, auténtica atalaya desde la que se divisa toda la Ciudad Vieja.
Esta milenaria ciudadela, confundida por los bizantinos con el palacio del bíblico rey David –de ahí su nombre–, remonta sus orígenes a la época de Herodes el Grande, y es un magnífico ejemplo de que hasta la última piedra de Jerusalén rebosa historia y tradición por los cuatro costados.
Además de palacio de Herodes, fue también usado por romanos, cruzados y otomanos, y suele afirmarse que fue en sus dependencias donde Pilatos juzgó a Jesús. En la actualidad alberga el Museo de la Historia de Jerusalén, por lo que es un lugar perfecto para comenzar la visita a la ciudad sagrada.
Frente a la Puerta de Jaffa se abre al visitante la David Street, una vía que anticipa lo que nos espera en buena parte de la Ciudad Vieja: callejuelas estrechas y laberínticas, repletas de bazares, tiendas de recuerdos y piezas de artesanía; todo ello aderezado por un auténtico pandemonio de gentes, un babel de lenguas a menudo indescifrables, y un catálogo de cultos de lo más exótico y variopinto. Desde David Street se puede acceder directamente a otra de las calles principales del barrio cristiano: la Vía Dolorosa, que según la tradición fue la que recorrió Cristo con la cruz camino del calvario.
Por esta razón, a lo largo de la Dolorosa encontramos nueve estaciones del via crucis, y no es extraño toparse con turistas y peregrinos que, Biblia en mano, recorren la calle mientras leen los pasajes correspondientes del Nuevo Testamento. Uno de los mejores momentos para visitar este rincón de la ciudad es el viernes a primera hora de la tarde, pues los franciscanos dirigen una procesión portando una cruz que recorre la calle hasta llegar al Santo Sepulcro.
La iglesia más importante de la cristiandad es el lugar en el que, según la tradición, murió y fue enterrado Jesús. El templo está compuesto por varias capillas bajo control de distintas corrientes cristianas: católicos, ortodoxos, coptos, etíopes, armenios… La convivencia no siempre es fácil así que, desde época de las cruzadas, una familia musulmana custodia las llaves para evitar disputas.
El interior del templo es un santuario oscuro a duras penas iluminado por las velas, lo que, junto al incienso y los cánticos de los religiosos, crea una atmósfera que propicia el recogimiento. Dalita, por ejemplo, es una joven armenia con el rostro surcado por las lágrimas a causa de la fe. Su nombre significa “virgen”, y por su aspecto, bien podría pasar por la madre del Mesías en su juventud.
Ella es una de los 1.500 armenios que, desde el siglo IV, han habitado en la Ciudad Vieja. «Vengo casi todos los días a la capilla de Santa Helena –nos explica–. En ningún otro lugar me siento tan cerca de Dios». El suyo es sólo uno de los muchos rostros exóticos de una urbe que parece anclada en el pasado.
Desde el barrio cristiano hasta el judío sólo hay que atravesar un puñado de calles intrincadas y repletas de gente. En el extremo del distrito, al este de la ciudad amurallada, se encuentra el célebre kotel o Muro de las lamentaciones. Tras atravesar el inevitable control de seguridad –los checkpoints y los soldados armados son una constante en toda la ciudad y forman parte de su paisaje–, se accede al amplio espacio abierto en el que se encuentra el muro.
Separado en dos zonas, una para hombres y otra para mujeres, el recinto está abierto 24 horas al día y 365 días al año. En cualquier momento del día y de la noche puede contemplarse el singular espectáculo que constituyen los rezos de los jaredíes, los judíos ultraortodoxos, cabeceando junto al muro, único testimonio superviviente del Templo de Salomón. El santuario fue destruido, pero los judíos creen que la shechina –la presencia divina– nunca desaparecerá, así que acuden allí a ofrecer sus rezos e introducir papeles con sus ruegos entre los sillares del muro.
En cuanto al barrio árabe, éste se ubica en la parte norte de la Ciudad Vieja, y sus puntos principales son las calles Al-Wad y Khan Al-Zeit. En esta última abre todos los días un concurrido shouk (mercado) donde es posible encontrar un batiburrillo de productos en el que se mezclan frutas y verduras frescas con especias, recuerdos y ropas, entre las que no faltan hiyabs, shaylasy chadores. Estas callejuelas laberínticas son también el mejor lugar para degustar platos típicos en establecimientos como Abu Shukri, un modesto restaurante con fama de servir el mejor hummus de Tierra Santa.
El otro enclave fundamental para los musulmanes de la ciudad es Al-Haram ash-sharif, más conocido como la Explanada de las mezquitas o Monte del Templo. Este enclave es sagrado para las tres religiones pues, aunque hoy se levantan allí la mezquita de Al-Aqsa y la bellísima Cúpula de la Roca, fue en su día el lugar donde se erigía el Templo de Salomón. Bajo la cúpula se oculta una roca que según la tradición es el lugar desde el que Mahoma ascendió a los cielos, pero también el enclave en el que Abraham estuvo a punto de sacrificar a Isaac, y donde Dios tomó la tierra para modelar a Adán. La explanada está abierta al público de sábado a jueves, y para acceder a ella hay que cruzar otro control, por lo que conviene acudir a primera hora de la mañana para evitar las colas. Al igual que en otros muchos puntos de la ciudad, hay que vestir de forma decorosa –pantalón largo y hombros cubiertos–, y las mujeres deben cubrirse la cabeza.
Aunque algunos de los lugares más emblemáticos se concentren allí, Jerusalén es mucho más que su Ciudad Vieja. El barrio de Mea She’arim, el distrito donde residen buena parte de los ultraortodoxos de Jerusalén, es el lugar perfecto para conocer las costumbres de una comunidad que sigue viviendo como en el siglo XIX. Sus habitantes se rigen por normas estrictas de conducta, así que es preferible evitar el barrio durante el sabbat y no tomar fotografías. Una atmósfera radicalmente distinta se vive en la zona de Mahane Yehuda y en la Colonia Alemana. Ambos lugares son perfectos para disfrutar de un ambiente vivo y colorido, en los que no falta una amplia oferta de bares y restaurantes que se animan especialmente durante la noche.
Para echar un último vistazo a la ciudad antes de nuestra partida podemos acudir al monte de los Olivos –otro enclave plagado de rincones emblemáticos– o al monte Scopus. Ambos ofrecen una espectacular panorámica de Jerusalén, que regala desde allí su estampa más apacible, como si permaneciera dormida, a la espera de más visitantes que desean desentrañar todos sus secretos
GUÍA DE VIAJE
CÓMO LLEGAR. Las aerolíneas EL AL e Iberia cuentan con conexiones directas que unen Madrid y Barcelona con el aeropuerto Ben Gurion, a unos 50 kilómetros de Jerusalén.
DÓNDE DORMIR. A un breve paseo de la Ciudad Vieja y muy cerca del centro comercial Mamilla se ubican el Dan Panorama y el International YMCA, ambos a partir de 250€ / noche.
DÓNDE COMER. La antigua Colonia Alemana presume de ser una de las zonas más chic de la capital, con restaurantes como Adom (David Remez, 4), que cuenta con platos internacionales y una animada terraza. Para saborear la cocina israelí con un toque actual lo mejor es acudir a Yudale (Beit Yaakov 11), un local de estilo vintage a un paso del mercado de Mahane Yehuda, muy frecuentado por los locales.
MÁS INFORMACIÓN: Turismo de Israel
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