Sede de la Iglesia católica durante varias décadas, la ciudad francesa se convirtió en imán para diplomáticos y miembros de la curia, pero también atrajo a multitud de artistas, que hicieron de ella un importante centro cultural. Siete siglos después, los ecos de aquel pasado creativo resuenan y se multiplican en cada rincón…
Acurrucada apaciblemente a orillas del Ródano y protegida por el imponente Rocher des Doms, Aviñón, con poco más de 90.000 habitantes, es hoy una ciudad tranquila y de ritmo sosegado. Nada hace pensar que, hace ahora siete siglos, se convirtió en capital de la cristiandad y fue una de las urbes más poderosas e influyentes del mundo conocido. Aquel papel protagonista duró apenas siete décadas, pero fue suficiente para dejar una huella imborrable en el skyline y el entramado de la ciudad, cuyo rastro todavía puede contemplarse hoy mientras recorremos su casco antiguo.
Los avatares históricos y las intrigas de poder que tan a menudo han acompañado a la Iglesia católica a lo largo de los siglos provocaron que, a comienzos del siglo XIV, un pontífice, el francés Clemente V, decidiera establecer la sede papal –cosa inédita hasta entonces– lejos de suelo italiano.
Aviñón pasó así a formar parte de los Estados Pontificios, al igual que el cercano condado de Venaissin, pero aquel gesto, que implicaba cierto sometimiento a los deseos de la monarquía francesa, provocó que siete papas gobernaran la Iglesia desde este hermoso rincón de la Provenza, abriendo la puerta al consiguiente Cisma de Occidente, durante el cual la Iglesia quedó dividida en dos obediencias.
A principios del siglo XIV, Aviñón era una ciudad que daba cobijo a poco más de cinco mil almas, así que la llegada de los papas y su populosa curia supuso una revolución para la localidad, que se convirtió en imán para diplomáticos, prelados, peregrinos, artistas y comerciantes, asistió a la construcción de lujosos palacios y multitud de templos y, en definitiva, se transformó en escenario de intrigas de poder y fiestas suntuosas.
Eco de aquella prosperidad tan fulgurante como inesperada, el casco histórico de la villa, declarado Patrimonio de la Humanidad en 1995, ofrece hoy a los visitantes un apasionante recorrido a través de un notable patrimonio y una vibrante y animada vida cultural.
El palacio de los Papas
Lejos de Roma y de su gloriosa arquitectura, el papado de Aviñón precisaba de una sede en la que acoger al pontífice y su nutrida corte, así que el tercer papa establecido en la ciudad, Benedicto XII, comenzó las obras del imponente y majestuoso Palais des Papes, un edificio que el cronista medieval Jean Froissart describió como «la morada más bella y poderosa del mundo». Hoy, siete siglos después, la construcción puede presumir de seguir siendo la construcción gótica más grande e importante de Europa, con un volumen cuatro veces mayor que el de la catedral de Chartres.
Al mandato de Benedicto debemos el recinto hoy conocido como Palais Vieux (Palacio Viejo) mientras que su sucesor, Clemente VI, fue el responsable del Palais Nouveau (Palacio Nuevo), ambos unidos por un espacioso patio de honor; el mismo que, desde hace décadas, sirve de escenario para el prestigioso festival de teatro que cada mes de julio revoluciona la ciudad atrayendo a decenas de miles de visitantes.
El Palais, cuya construcción se completó en menos de 20 años, fue a un mismo tiempo palacio y fortaleza. De hecho, resistió sin problemas los rigores del asedio que se produjo en tiempos del cisma, cuando Aviñón estaba bajo los designios del antipapa aragonés Benedicto XIII.
Hoy se pueden recorrer buena parte de sus estancias (veinticinco de ellas están abiertas al público), entre las que destacan el dormitorio del papa –decorado con delicados frescos que representan vides y hojas de encina–, o la llamada Cámara del ciervo, que sirvió de despacho a Clemente VI. Esta última recibe su nombre por las pinturas con escenas de caza que la decoran, y que realizó con maestría el italiano Matteo Giovanetti, autor también de los frescos que decoran las capillas de San Marcial, San Juan y la sala de la Gran Audiencia.
La Grande Chapelle, un espacio colosal de 52 m de largo, 15 de ancho y 20 de altura, causó auténtico asombro en su época gracias a sus dimensiones y una acústica primorosa, y hoy se ha convertido en escenario de destacadas exposiciones que, desde 1947, se celebran allí de forma regular. Dos de las más sonadas tuvieron a la obra de Picasso como protagonista: la primera fue en 1970 y la segunda en 1973, apenas unas semanas después de su muerte.
Desde entonces, la Gran Capilla ha visto desfilar obras de otros creadores de primera fila, como Dubuffet o Botero, y en 2023 acogió la muestra Palazzo, de la artista francesa Eva Jospin, con varias de sus esculturas, que evocan paisajes y arquitecturas oníricas.
Un patrimonio excepcional
Aunque domina la ciudad como un imán que atrae sin remedio a los visitantes, el Palais des Papes no es el único tesoro de la ciudad. La muralla medieval, con más de cuatro kilómetros de longitud que rodean todo el centro histórico, es otra de sus joyas centenarias. Pero hay muchas más.
En la misma plaza del Palais, a sólo unos pasos de la antigua residencia pontificia, se levanta la catedral de Notre-Dame-Des-Domes, un santuario medieval (siglo XII) que eleva sus cimientos sobre los restos de un templo paleocristiano anterior. Hoy conserva en su interior las tumbas de los papas Benedicto XII y Juan XXII, de estilo gótico-flamígero, aunque otra de sus maravillas, las pinturas al fresco que creó el italiano Simone Martini para el porche, se muestran hoy en el palacio papal.
Basta caminar unos pasos más para alcanzar el jardín del Rocher des Doms (Roca de los Señores). Esta masa pétrea, auténtica cuna de la ciudad –se han encontrado restos de un asentamiento neolítico y un oppidum–, es hoy un agradable jardín romántico con fuentes y bellas estatuas, pero en tiempos jugó un importante papel estratégico, pues sus alturas permitían dominar las orillas del Ródano, justo donde el río se desdobla a ambos lados de la Barthelasse, la isla fluvial más grande de Francia.
Tras disfrutar de las vistas, unas escaleras permiten descender hasta el río, justo donde arranca otro de los hitos de la ciudad: el puente de Saint-Bénezet. Esta construcción medieval (anterior a la llegada de los papas) supuso una colosal obra de ingeniería, pues tenía nada menos que 920 metros de longitud y veintidós arcos. Hoy sólo se conservan cuatro de ellos, pero su estampa, interrumpida en medio del salvaje Ródano –fueron sus aguas las que derribaron el puente–, no sólo permite imaginar su gloriosa silueta original, sino que también nos ofrece unas vistas inigualables de la ciudad y de la cercana Villeneuve-lès-Avignon, ubicada al otro lado del río.
Arte en los museos… y en plena calle
El papado de Aviñón atrajo a la ciudad a multitud de artistas llegados de toda Europa –muchos de ellos italianos–, y sembró una fértil semilla cultural que hoy florece en todos los rincones de la ciudad. Buena muestra de ello son los numerosos museos y galerías de arte que se pueden encontrar repartidos por la ciudad vieja.
Entre la abundante oferta cultural, destacan los cinco museos municipales (Petit Palais, Calvet, Palacio del Roure, Requien y Lapidario), de visita gratuita durante todo el año y con contenidos variados y de gran calidad. El Museo del Petit Palais –ubicado en la plaza del Palacio de los Papas, en un edificio de fachada almenada construido en el siglo XIV por un cardenal–, por ejemplo, cuenta con una exquisita serie de pintura italiana (la Colección Campana, cedida por el Louvre, con obras de Botticelli y Carpaccio) y de la Escuela de Aviñón, así como una excepcional muestra de escultura románica y gótica.
No se queda atrás en importancia el Museo Calvet, con unos fondos creados sobre la herencia de Esprit Calvet, y que hoy pueden contemplarse en un elegante edificio del siglo XVIII, el Hôtel de Villeneuve-Martignan. Sus salas ofrecen una fascinante muestra de pinturas, esculturas y artes decorativas que abarcan desde el siglo XV hasta el XX.
Otro museo municipal de visita imprescindible es el Museo Lapidario, establecido desde 1933 en la antigua capilla del Colegio de los Jesuitas, una joya de la arquitectura barroca. En su interior se pueden contemplar un buen número de obras de la Antigüedad clásica, con piezas de época griega, romana, galorromana y egipcia.
Entre los espacios de titularidad privada, destaca el Museo Angladon, una institución que abre sus puertas en un antiguo palacete de la ciudad, y en el que se exponen las obras que dieron forma a la colección del célebre modisto Jacques Doucet, pionero de la alta costura. Doucet fue un notable coleccionista de arte, y hoy el museo permite disfrutar de obras de artistas tan destacados como Van Gogh, Manet, Degas, Modigliani o Picasso.
De hecho, Doucet fue el primer comprador de Las señoritas de Aviñón y, aunque esta célebre pintura está actualmente en el MoMA de Nueva York, el Museo Angladon cuenta entre sus fondos con seis obras del maestro malagueño, incluyendo uno de sus famosos arlequines.
Los amantes del arte contemporáneo tienen también un espacio de visita imprescindible: la Colección Lambert, ubicada en dos magníficos palacetes del siglo XVIII, cuenta con una excepcional selección de obras que van desde mediados del siglo pasado hasta la actualidad, ofreciendo además un sobresaliente programa de exposiciones temporales y otras actividades culturales.
Pero en Aviñón el arte no sólo está en las salas de los museos y las galerías, también “asalta” al visitante en plena calle. De paseo por el centro histórico, mientras caminamos en dirección a la rue Saint Bernard –donde al parecer Picasso se estableció junto a Eva Gouel en una casa-taller, hoy cerrada al público–, encontramos vistosos y coloridos ejemplos de arte urbano.
En el año 2000, cuando Aviñón fue Capital Europea de la Cultura, el artista Invader decoró la ciudad con 41 de sus célebres mosaicos, y con los años le siguieron otras figuras nacionales e internacionales, como Zorn, Mifamosa o Mattoni. Este último, de origen italiano –como Giovanetti y Martini, que trabajaron a las órdenes de los papas– recrea de forma espectacular obras maestras de la pintura universal, y para Aviñón eligió una interpretación del famoso Pierrot de Watteau, que hoy decora una fachada en la rue Ledru Rollin. Spray por pinceles y muros a pie de calle en lugar de frescos en palacios. Algunas cosas cambian, pero lo importante sigue igual: Aviñón regala arte en cada rincón.
VILLENEUVE-LÈS-AVIGNON: EL BASTIÓN DEL REY
Al otro lado del Ródano y de la isla de la Barthelasse, Aviñón tiene una ciudad casi “gemela” a la que tampoco le faltan ejemplos notables de patrimonio. Villeneuve-lès-Avignon –antiguamente Villeneuve-Saint-André–, ha estado habitada desde el Neolítico, aunque fue en la Edad Media cuando vivió su mayor expansión. Si Aviñón creció a la sombra de los papas y su corte, Villeneuve lo hizo de la mano del poder real. De hecho, buena parte de lo que se construyó allí fue para mantener a raya la cercana influencia pontificia.
El monte Andaon, desde el que se domina la villa y también la cercana Aviñón, acogió ya en el siglo X una primitiva abadía benedictina y, ya en el siglo XIII, Felipe el Hermoso ordenó la construcción del fuerte Saint-André y la torre que lleva su nombre (torre Philippe le Bel) para proteger la frontera francesa. La abadía desapareció hace tiempo, pero tanto el fuerte –se conservan sus poderosos muros y su imponente puerta monumental– como la torre de Philippe le Bel todavía se pueden visitar.
También sigue en pie la cartuja de Notre-Dame-du-val-de-Bénédiction, un cenobio fundado en el siglo XIV que aún conserva el sepulcro de su impulsor, el papa Inocencio IV, así como sus tres claustros y jardines, su iglesia y una capilla decorada con pinturas de Matteo Giovannetti. En la actualidad ofrece alojamiento a artistas residentes y está volcada en la difusión y promoción de las artes contemporáneas.
Por último, merece la pena acercarse a los jardines de la antigua abadía de Saint-André, un auténtico vergel de estilo romántico que hoy acompañan a un majestuoso palacio abacial del siglo XVIII, cuyas terrazas ajardinadas ofrecen algunas de las vistas más hermosas del Ródano y la vecina Aviñón.
Más información: Turismo de Aviñón