Situada en un hermoso valle y rodeada por montañas que parecen arañar el cielo, la capital del Tirol deslumbra gracias a un vistoso patrimonio monumental y a un rico pasado que, durante siglos, caminó de la mano de una de las dinastías más decisivas de la historia europea: la casa de Habsburgo…
Ha pasado menos de una hora desde que llegué a la capital del Tirol, pero la ciudad ya ha conseguido sobrecogerme. El río Eno, que serpentea por el valle que lleva su nombre y abraza parte del Altstadt –el casco antiguo de la ciudad–, baja crecido y furioso por el deshielo de los primeros calores de junio, y amenaza con salirse de su cauce. Mientras turistas y locales se asoman a la orilla con una mezcla de curiosidad y temor, los bomberos se afanan en desplegar sacos y barreras hinchables, en previsión de un posible desbordamiento. Hay más motivos para admirarse.
Innsbruck está “sólo” a 574 metros sobre el nivel del mar, pero la rodean moles pétreas allá donde pone uno la vista: el Nordkette, el Patscherkofel, el Nockspitze… multitud de cumbres, todas por encima de los dos mil metros, semejan muros gigantescos que atrapan irremediablemente la atención y destacan por encima de cualquier edificio, incluso los más altos. Sin duda, no es la estampa que uno espera encontrar en una ciudad de más de 120.000 habitantes. Me aguardan otras muchas sorpresas.
En sólo tres días, descubriré que una ciudad puede vivir entre las nubes y que un río puede rugir como el trueno de una tormenta; que aquí, en un castillo a las afueras, se encuentra el primer museo del mundo; que hay iglesias con cenotafios vacíos vigilados por gigantes de bronce, pinturas panorámicas de mil metros cuadrados y edificios con tejados que a veces son de oro, como en los cuentos de hadas.
Un paso entre las cumbres
El río no es sólo un espectáculo estos días. Al revisar mis notas, veo que la ciudad debe su nombre al Eno, pues ya los romanos bautizaron este enclave como Oeni Pons (Puente del Eno), que en alemán acabaría convirtiéndose en Innsbruck con idéntico significado. La localidad fue desde tiempos remotos una estratégica zona de paso, pues por allí circulaba la vía romana que unía Verona con Augsburgo (Augusta Vindelicorum) a través del paso del Brennero, el camino más accesible para cruzar los Alpes.
Aquella ruta conservó su importancia en los siglos venideros, y gracias a su papel como zona de paso, Innsbruck se enriqueció y gozó de un notable florecimiento. A mediados del siglo XIII la ciudad quedó bajo el dominio de los condes del Tirol, y un siglo más tarde, en 1361, pasó a manos de la casa de Habsburgo, dinastía con la que estrechó lazos durante centurias, y que alteró su fisonomía de modo inevitable.
Dejo atrás el rugido ensordecedor de las aguas del Eno y me adentro en el Altstadt por la Herzog-Friedrich-Straße, abarrotada de turistas. No hay que caminar mucho para toparse con el símbolo principal de la ciudad, el célebre Goldenes Dachl o Tejadillo de Oro. Este hermoso edificio fue construido por encargo del emperador Maximiliano I (abuelo de Carlos V), que estableció su residencia en la villa en la última década del siglo XV.
El tejadillo es en realidad un hermoso balcón de estilo renacentista, decorado con relieves y pinturas, desde el que el emperador disfrutaba en primera fila de los espectáculos que se celebraban en la plaza. Su vistoso tejado, que a mí me recuerda a una pagoda asiática, está recubierto por 2.657 tejas de cobre dorado, origen de su curioso nombre.
Justo frente al tejadillo se levanta la Stadtturm, la Torre de la Ciudad, de formas rotundas y orígenes medievales. En aquellos tiempos remotos esta imponente atalaya sirvió a los guardias como torre de vigilancia desde la que divisar incendios y ataques enemigos, mientras sus pisos inferiores servían de prisión. El ascenso hasta su mirador no es demasiado exigente –cuento un total de 133 escalones–, pero las vistas son espectaculares: el Tejadillo de Oro, las calles del Altstadt, las eternas cumbres del Nordkette…
Esplendor imperial
Desde la plaza del Tejadillo, doy un paseo de apenas cinco minutos para llegar a otro de los rincones de Innsbruck vinculados con Maximiliano: la Hofkirche, o iglesia de la Corte. El exterior del templo es austero y parece poco prometedor, pero todas las guías me advierten de la joya que aguarda en su interior. El emperador había planificado personalmente un lujoso mausoleo que custodiara sus restos mortales, pero la Parca le sorprendió mucho antes de que el monumento fúnebre estuviera concluido, de modo que recibió sepultura en el castillo de su padre, en Wiener Neustadt, no muy lejos de Viena.
Así pues, fue su nieto Fernando I quien mandó construir la Hofkirche para dar cobijo a su impresionante mausoleo, con un cenotafio que sigue hoy vacío, aunque custodiado por 28 enormes estatuas de bronce –los llamados
u “hombres negros”–, que representan a personajes míticos, como el rey Arturo, pero también históricos. Entre estos últimos hay descendientes del emperador y figuras emparentadas con él, y así, junto a las estatuas de sus esposas María de Borgoña y Blanca María Sforza, o de su hijo Felipe el Hermoso, descubro las imágenes de algunos españoles, como Fernando el Católico o la hija de éste, Juana I de Castilla.
A Maximiliano debemos también parte del esplendor actual del Hofburg, el Palacio Imperial, a un paso de la iglesia que custodia su cenotafio vacío. Este suntuoso edificio, cuyos orígenes se remontan a época medieval, fue iniciado por el archiduque Segismundo aprovechando varios recintos anteriores, y se amplió después en estilo gótico tardío en tiempos de Maximiliano I, gracias al mismo arquitecto que construyó el tejadillo, Nikolaus Thüring el Viejo. El palacio se convirtió más tarde en la residencia permanente de Fernando I, quien también acometió varias reformas, y otro tanto hizo el archiduque Fernando II, que quiso dotar al Hofburg de un aire a la moda italiana del momento.
Sin embargo, si hoy en día el palacio puede presumir de ser conocido como el “pequeño Schönbrunn de los Alpes”, en alusión al célebre palacio vienés, hay que agradecérselo a la emperatriz María Teresa, auténtica responsable de su aspecto actual. Fue ella quien, entre 1754 y 1776, dotó al recinto de su característico estilo barroco, encargando la construcción de estancias como la Sala de los Gigantes (Riesensaal) o la Sala del Festival (Gardesaal).
La todopoderosa emperatriz –fue la única mujer a la cabeza de la dinastía Habsburgo–, dejó también su impronta en otro hermoso monumento. En 1765, María Teresa decidió que la capital tirolesa sería el escenario perfecto para la boda de su hijo –el futuro emperador Leopoldo II– con la española María Luisa de Borbón, hija de Carlos III. El enlace tuvo lugar a comienzos de agosto y las celebraciones se prolongaron por todo lo alto durante varias semanas.
Sin embargo, la alegría se vio interrumpida por la muerte del esposo de María Teresa, Francisco I, que fue velado en las estancias del palacio. Por esta razón, el espectacular arco de triunfo construido para conmemorar la boda, hoy ubicado en un extremo de la actual Maria-Theresien-Straße, acabó convirtiéndose también en un testimonio de la muerte del emperador. El lado norte del monumento rememora el triste suceso, mientras el sur celebra el gozoso matrimonio. Es, por tanto, un monumento doble al amor: el de los jóvenes esposos que inician una vida juntos, y el de una viuda con el corazón roto por el dolor.
Sueños de libertad
Mientras sigo paseando por la Maria-Theresien-Straße me encuentro con otra obra de arte surgida de un episodio histórico. En julio de 1703, las últimas fuerzas del ejército bávaro desplegado en la región con motivo de la Guerra de Sucesión Española abandonaban el Tirol, para júbilo de sus habitantes. La partida tuvo lugar el 26 de julio, día de Santa Ana, así que para conmemorar aquel suceso se decidió erigir una columna que fue bautizada con el nombre de la madre de la Virgen. El encargo lo ejecutó el artista tridentino Cristóforo Benedetti, que dispuso relieves de santos en cada uno de los puntos cardinales y una imagen de la Virgen que corona la columna y parece vigilar las cimas del Nordkette.
No fue aquella la última vez que las fuerzas bávaras ocuparon el Tirol. Un siglo más tarde, durante las Guerras Napoleónicas, la región austriaca acabó bajo dominio de Baviera, aliada de Bonaparte. Andreas Hofer, un humilde posadero al que la guerra había convertido en capitán de una milicia de campesinos, plantó cara al ejército invasor y logró varias victorias notables, convirtiéndose en héroe del pueblo y símbolo de libertad y resistencia. Hofer acabó ejecutado y sus restos no regresaron al Tirol hasta 1823, cuando fue enterrado en la Hofkirche, cerca del cenotafio vacío de Maximiliano I.
Hay otros lugares donde también se le rinde homenaje. Me dirijo ahora a las afueras de la ciudad, en dirección sur, donde el terreno se va inclinando hasta llegar a la colina Bergisel. En invierno esta zona es un hervidero de gente que acude al trampolín de saltos de ski –Innsbruck acogió los Juegos Olímpicos de Invierno en 1964 y 1976–, pero en estas fechas de verano sobre todo hay turistas que se acercan para disfrutar de las espectaculares vistas que ofrece el edificio, rediseñado hace unos años por la prestigiosa arquitecta Zaha Hadid.
Muchos de estos visitantes atraídos por el paisaje ignoran que, doscientos años atrás, esa misma colina fue escenario de la victoria de Hofer sobre el ejército bávaro. Muy cerca, a unos minutos de agradable paseo, se alza una estatua en honor del mártir de la patria tirolesa.
También es posible visitar el Tirol Panorama, un moderno museo dedicado a la historia de la región y que alberga una obra de arte poco convencional: una pintura gigante –ocupa mil metros cuadrados de superficie– dispuesta en 360º. Mientras recorro la sala circular en la que se encuentra, la penumbra reinante y el realismo de la obra casi logran convencerme de que estoy ahí mismo, en plena batalla de Bergisel, entre el zumbido de los disparos de los rebeldes de Hofer y el fuego de artillería bávaro. El lienzo, un ciclorama creado a finales del siglo XIX, es sin duda alguna uno de los más vivos homenajes al movimiento liderado por el héroe tirolés.
Horas más tarde, mientras paseo en dirección a la Ciudad Vieja para encontrarme de nuevo con el Tejadillo de Oro, las aguas del Eno siguen embravecidas, pero ha salido el sol y la luz dorada de la tarde ilumina las cimas escasamente nevadas del Nordkette. Es una estampa hermosa y apacible y, aunque aborrezco las guerras, puedo entender que Hofer y su ejército de campesinos se alzaran en armas para defender su pequeño paraíso entre las montañas.
CASTILLO DE AMBRAS: EL MUSEO DE LAS MARAVILLAS
El Hofburg, la Hofkirche, el Arco de Triunfo, los jardines imperiales… A lo largo de los siglos, emperadores, emperatrices y archiduques de la dinastía Habsburgo modelaron la fisonomía de Innsbruck, convirtiendo a la ciudad en una urbe de aires imperiales y un patrimonio capaz de despertar envidias en más de una capital europea. La mayor parte de este legado se encuentra en el Altstadt, la Ciudad Vieja, pero la capital tirolesa también vio nacer otros tesoros en las colinas cercanas.
Es el caso del castillo de Ambras, un recinto que debe su aspecto actual a los empeños del archiduque Fernando II. Fue él quien lo hizo remodelar y ampliar, creando un magnífico y lujoso palacio en el que residió junto a su esposa, la plebeya Philippine Welser. El archiduque renunció a sus derechos sucesorios por amor, pero consiguió algo más valioso que un trono imperial: reunió una colección de obras de arte y piezas extraordinarias, y con ella, sin pretenderlo, dio origen al primer museo de la historia.
El archiduque era un hombre culto, apasionado de las artes y el conocimiento científico, y su espíritu inquieto le llevó a crear una valiosa “cámara de arte y maravillas”, que ubicó en la planta inferior del castillo. En aquel gabinete se podían encontrar todo tipo de piezas: hermosas armaduras de samurái, objetos de coral, aterradoras armas medievales, juguetes mecánicos e incluso pinturas de temática extravagante.
Entre estas últimas, por ejemplo, destacan los retratos de personajes “insólitos” para el pensamiento de la época, como individuos aquejados de acondroplasia (enanismo) o distintas deformidades físicas, e incluso personas afectadas de hipertricosis (síndrome del hombre lobo). La colección del archiduque cuenta también con un retrato de Vlad III el Empalador, personaje que en opinión de algunos habría inspirado el Drácula de Bram Stoker, pero Fernando II también dio forma a otros espacios y colecciones más convencionales y valiosos.
Destaca por ejemplo su Galería de Retratos de los Habsburgo, con lienzos creados por pinceles tan importantes como los de Velázquez, Rubens, Van Dyck o Lucas Cranach, entre otros muchos. En total, más de doscientas pinturas que representan a miembros de los Habsburgo, entre ellos algunos de la dinastía española, como Felipe II o su nieta, la infanta Ana de Austria. Otro espacio de gran belleza que debemos a las inquietudes artísticas de Fernando II es la Sala Española, un enorme salón de 43 metros de longitud, decorado con retratos de 27 gobernantes del Tirol y un hermoso techo con encofrado de madera.
Más información: Turismo de Austria
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