Atraídos por el estallido de la Guerra Civil española, escritores y periodistas de todo el mundo llegaron a nuestro país para cubrir el desarrollo de la contienda. Al margen de sus simpatías por uno y otro bando, todos ellos quedaron irremediablemente marcados por lo ocurrido durante aquellos años.
25 de julio de 1937, oeste de Madrid. Las tropas republicanas se repliegan tras el feroz contraataque del ejército rebelde. Entre la multitud destaca una joven fotógrafa alemana llamada Gerda Taro. Está subida al estribo del coche del general “Walters”, en el que trasladan a varios heridos. De pronto, una escuadrilla de aviones enemigos sobrevuela el lugar a baja altura, causando el pánico. En medio del desconcierto Taro cae al suelo y un tanque republicano la aplasta accidentalmente.
Aunque es trasladada al hospital de El Escorial, al día siguiente fallece a causa de las terribles heridas. Tiene sólo 26 años. Pocos días después, el 1 de agosto, miles de simpatizantes comunistas asisten a su funeral en el cementerio parisino de Père Lachaise, donde la joven fotógrafa es homenajeada como una mártir antifascista. Entre los presentes están el escritor Louis Aragon y el poeta Pablo Neruda.
Gerda Taro es considerada hoy una de las primeras fotógrafas de guerra, y también la primera en morir en el frente. En realidad, su verdadero nombre era Gerda Pohorylle. Había nacido en Stuttgart en 1910 y cuando los nazis llegaron al poder dejó atrás su hogar y huyó a París. Allí conoció al joven fotógrafo húngaro Andre Friedman, con quien aprendió la profesión y con quien iniciaría una relación sentimental.
Ante el panorama poco alentador de la profesión, los dos jóvenes idearon una hábil estrategia: crearon la figura de un ficticio fotógrafo estadounidense, a quien dijeron representar en Europa. A partir de ese momento comenzaron a lloverles encargos. El nombre de aquel fotógrafo inventando no era otro que el de Robert Capa.
Tanto Friedman como Pohorylle eran ardientes izquierdistas, así que cuando estalló la Guerra Civil española no dudaron en viajar a la península para cubrir los hechos para publicaciones como Vu o Regards. En un primer momento se desplazaron a Barcelona, donde se respiraba un ambiente de euforia revolucionaria y las fotos de la pareja –que decidieron firmar como Robert Capa– retratan la vida de los milicianos en la ciudad. Eran fotos de un aire más amable, que desgraciadamente cambiarían con el paso de la guerra a otras más cruentas de la vida en el frente y heridos en los hospitales.
Tras su estancia en Barcelona ambos viajaron a Aragón y más tarde al frente de Córdoba. Allí se tomó la célebre fotografía de Cerro Muriano, en la que se ve a un miliciano alcanzado por las balas. La imagen, un auténtico icono de la guerra, no ha estado exenta de polémicas, pues algunos autores sugieren que fue preparada. Incluso se ha sugerido que fue Taro, y no su compañero, quien tomó la foto.
Al principio Taro trabajaba con una cámara Rollei de formato medio, mientras que Capa (con el tiempo él usaría el nombre en exclusiva) usaba una mítica Leica; más tarde ambos usaron un formato de 35mm y se hizo más difícil distinguir entre las imágenes de uno y otro.
La pareja regresó temporalmente a París y, a su vuelta a España, se distanciaron. Taro, a quien poco después todos llamarían “la rubia de Brunete”, consiguió varios encargos para la publicación francesa de izquierdas Ce Soir, firmando sus instantáneas como “Photo Taro”, y dirigió sus pasos al oeste de Madrid, al frente de Brunete. Después de cubrir la victoria republicana se estableció en la capital, donde contactó con el grupo de intelectuales antifascistas que se habían reunido allí, entre los que estaban Hemingway o Dos Passos.
Cuando los rebeldes lanzaron su contraofensiva en Brunete, Taro no dudó en acudir para documentar la lucha. El 22 de junio uno de sus reportajes fue publicado por Regards, y sus fotos dieron la vuelta al mundo. Su nombre comenzaba a adquirir una merecida fama, pero sólo unos días más tarde estaba muerta.
Durante décadas, Gerda Taro quedó eclipsada por la leyenda de Robert Capa, siendo relegada a un segundo plano y recordada por su condición de amante de éste. No fue hasta la década de 1980 cuando se hallaron numerosas imágenes suyas en el apartamento del hermano de Capa, y a partir de entonces comenzó a ser recordada por sus impactantes imágenes.
Hemingway, Orwell y Dos Passos
Si el nombre de la bella Gerda Taro quedó injustamente olvidado hasta fechas recientes, no ocurrió así con otros extranjeros llegados para difundir los sucesos de España, como en el caso del novelista estadounidense Ernst Hemingway. Éste llegó en la primavera de 1937 como corresponsal de la North American Newspaper Alliance.
Al igual que otros literatos de renombre, Hemingway se caracterizó por su apoyo al gobierno legítimo. Alojado en el Hotel Florida, el escritor estadounidense vivió en carne propia los rigores y las penurias del asedio a la capital y su paso por España dejó tras de sí una notable producción literaria y una buena cantidad de anécdotas, generadas por su peculiar carácter, audaz, fanfarrón y temerario a partes iguales.
Una de estas anécdotas fue recordada más tarde por su amigo y también escritor John Dos Passos. La troupe de corresponsales, con Hemingway a la cabeza, solía acudir de vez en cuando a una casa semidestruida en el Paseo de Rosales, desde donde se observaba perfectamente la marcha del frente.
En una ocasión, y a pesar de las repetidas advertencias de sus amigos y de los militares republicanos, Hemingway no dejaba de pasearse frente a la casa, al alcance del fuego rebelde. Durante un rato no ocurrió nada, pero finalmente una lluvia de disparos de ametralladora se desató sobre el escritor, poniendo en peligro a todos y obligándoles a huir.
Las bravuconadas del escritor no se detenían ahí. En otra ocasión, él y Martha Gellhorn (quien más tarde sería su tercera esposa) fueron invitados a una fiesta en la habitación del periodista ruso Mijail Koltsov. En un arrebato de celos, Hemingway pensó que el comandante comunista Juan Modesto estaba flirteando con su pareja y, tras ponerse hecho una furia, retó al militar a jugar a la “ruleta rusa”. Los presentes lograron separarlos cuando ambos estaban ya enzarzados y a punto de iniciar el “juego”.
Dejando las anécdotas, Hemingway jugó un papel destacado por su apoyo a la causa republicana. Junto a Dos Passos escribió el guión del documental Tierra española, que tenía la finalidad de atraer la simpatía del público norteamericano y conseguir el fin del embargo que impedía la compra de armas al gobierno.
Fruto de sus vivencias en la Guerra Civil española surgieron también novelas como la célebre Por quién doblan las campanas, o la obra de teatro La quinta columna. Sus aportaciones a la causa no terminaron ahí. Llegó a comprar una ambulancia de su propio bolsillo, y a principios de 1938 participó junto a otros amigos en la repatriación de los brigadistas heridos.
En noviembre de ese mismo año estuvo a punto de perder la vida en una singular aventura, cuando junto a otros compañeros como Robert Capa o Herbert Matthews intentó cruzar el Ebro en una frágil barca. La corriente casi destruyó la embarcación, pero Hemingway consiguió llevarla a la orilla.
Aunque más breve que la de Hemingway, la estancia de George Orwell fue todavía más intensa. En un primer momento, el autor de 1984 intentó llegar a España con el Partido Comunista pero, tras algunos problemas, llegó a Barcelona en diciembre de 1936 gracias al Partido Independiente de los Trabajadores. Como consecuencia, acabó luchando en las filas del antiestalinista POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), aunque su intención inicial era hacerlo en las Brigadas Internacionales.
En los primeros meses de 1937 fue destinado al frente de Alcubierre sin muchos sobresaltos, hasta que en mayo consiguió un permiso para acudir a Barcelona y ver a su esposa Eileen. La visita coincidió con los primeros disturbios de las Jornadas de mayo. Para entonces, sus simpatías estaban claramente con el POUM.
Poco después regresó al frente y, mientras se encontraba cerca de Huesca, una bala le atravesó el cuello, dañando sus cuerdas vocales. Fue trasladado a un hospital barcelonés y, aún convaleciente, se desató la persecución sin cuartel contra el POUM. Con Andreu Nin secuestrado y el partido ilegalizado, Orwell tuvo que escapar de la ciudad, todavía débil, acompañado de otros dos ingleses del POUM y su esposa. Lograron llegar a Francia y regresar a Inglaterra, donde Orwell escribiría Homenaje a Cataluña, un testimonio de su vida en el frente y de lo ocurrido en las negras Jornadas de mayo, que cambiarían para siempre su visión del comunismo.
La vida en el Hotel Florida
Entre los variopintos lugares que frecuentaron los numerosos corresponsales que acudieron a Madrid tras el comienzo de la guerra uno de sus favoritos fue el Hotel Florida, en la concurrida Plaza de Callao.
Muchos periodistas se alojaron allí al iniciarse la guerra y otros se fueron sumando a este improvisado centro de prensa. Allí se alojaron, entre otros, Ernest Hemingway, Marta Gellhorn, Jobie Herbst, John Dos Passos o Antoine Saint-Exupéry. Tal y como describe Paul Preston en su libro Idealistas bajo las balas (Debate, 2007), el establecimiento era frecuentado «por prostitutas, tenía entre sus residentes a jóvenes aviadores, periodistas y una mezcla particular de traficantes de armas y espías». Con una clientela semejante, no es extraño que sus paredes fueran testigos de las más llamativas anécdotas.
Las fiestas eran frecuentes y se iniciaban a la hora de la siesta, terminando de forma brusca, en broncas y peleas, a primera hora del día siguiente, para desesperación de los periodistas menos “desenfrenados”. El alboroto provocado por las borracheras sólo se apagaba cuando, con el frente ya en las afueras de la ciudad, el Hotel se convirtió en blanco de la artillería rebelde y muchos de los periodistas cambiaron su residencia a sus embajadas.
En los peores momentos del asedio, tanto el Hotel Florida como otros establecimientos similares sufrieron la misma escasez que el resto de la población. Los corresponsales, como reflejó la periodista Kate Mangan, sufrieron los rigores del invierno, sin calefacción ni agua caliente, a lo que debía añadir la escasez de alimentos: «El frío me helaba los huesos. No había calefacción y aunque dejé de lavarme y me metía en la cama con la ropa puesta, nunca entraba en calor y me pasaba la noche entumecida y temblando, así que no dormía nada».
Censura en tiempos de guerra
Además de los lógicos peligros de la guerra, los corresponsales tuvieron que hacer frente a otros problemas. Entre ellos, el que generaba más quebraderos de cabeza fue el aparato de censura existente en ambos bandos. En el lado republicano, la oficina de prensa se estableció poco después del golpe de estado en el edificio de Telefónica, en la Gran Vía madrileña. Esta oficina estaba bajo las órdenes del Ministerio de Estado y se encargaba de revisar todos los textos que los corresponsales enviaban a sus medios a través del teléfono o el telégrafo.
En un principio fueron los propios empleados de la ITT (Telephone and Telegraph Company) quienes revisaban los textos, y cortaban rápidamente la comunicación si el material era diferente del permitido por el censor. Generalmente, los “cortes” se centraban en los párrafos referentes a las derrotas republicanas –en un intento por mantener alta la moral de tropas y civiles–, los datos sensibles sobre posición de tropas y enclaves estratégicos y las informaciones sobre ejecuciones y matanzas.
Sin embargo, con el tiempo la censura republicana fue “ablandándose” y, como explica Preston en su obra, «el aparato de Prensa de la República facilitaba más que impedía el trabajo de los corresponsales».
No en vano, la oficina se encargaba de proporcionar alojamiento en la capital y credenciales y vehículos con chofer a los periodistas que querían acudir al frente. Aquello suponía una libertad de movimientos casi total –a diferencia de lo que ocurría en el lado nacional–, aunque el material siguió sometido al control de la censura. Pese a todo, los corresponsales lograban burlarlo más o menos fácilmente, haciendo uso de un argot propio, incomprensible para los censores.
Frente a la relativa colaboración republicana, los periodistas en suelo nacional lo tuvieron más difícil, pues la censura rebelde fue mucho más férrea y rigurosa, hasta el punto de que aquellos que sobrepasaban los límites impuestos corrían grave peligro, sin importar que sus medios o sus crónicas fueran favorables a la causa nacional. De hecho, los únicos corresponsales que gozaron de un trato similar al existente en la zona republicana fueron los alemanes, italianos y portugueses.
Los periodistas sólo podían visitar el frente con escolta militar y quedaba totalmente prohibido hablar de las barbaries cometidas por las tropas, o de la presencia de efectivos alemanes e italianos. Las trabas impuestas por los responsables de prensa como Luis Bolín o el capitán Gonzalo Aguilera eran frecuentes, lo que causaba continuas quejas de los reporteros.
Uno de los periodistas que sufrieron en sus propias carnes los peligros en zona rebelde fue Webb Miller, reportero de United Press. Miller había recibido el encargo de sus jefes, mediante telegrama, de investigar un posible complot contra el general Mola. Cuando el telegrama con las instrucciones cayó en manos de los censores, éstos creyeron que Miller había recibido órdenes para asesinar al general. El periodista estuvo a punto de ser fusilado, aunque afortunadamente el enredo se aclaró en el último momento.
Algo similar le ocurrió al reportero Henri Malet-Dauban, periodista de la agencia Havas. Aunque había sido secretario de un antiguo ministro de Primo de Rivera y miembro de Acción Española, y sus textos siempre apoyaron a la causa rebelde, eso no impidió que fuera detenido y acusado de espionaje. Malet-Dauban habría acabado muerto de no ser por el esfuerzo de colegas franceses, que informaron de la detención a través de las páginas de diarios derechistas como Le Figaro.
El caso de John Whitaker ejemplifica a la perfección los peligros de burlar la censura franquista. Encontrándose en el avance de las tropas rebeldes hacia Madrid, el periodista hizo oídos sordos a la prohibición de visitar el frente sin escolta. Cuando el capitán Gonzalo Aguilera lo descubrió, apareció ante Whitaker acompañado de un agente de la Gestapo y amenazó al periodista con dispararle el mismo si volvía a repetirlo.
A pesar del peligro, algunos periodistas se arriesgaron a sortear la censura llevando sus crónicas hasta Francia, como hizo Noel Monks para informar de la derrota nacional en Guadalajara. Aquel gesto le valió una terrible amenaza de muerte del mismísimo general Franco.
Si los periodistas que se encontraban en zona rebelde sufrieron continuas amenazas desempeñando su trabajo, las consecuencias eran mucho peores para los corresponsales de la zona republicana que atravesaban la zona del frente. Esto fue lo que les ocurrió a los norteamericanos James Minifie y Dennis Weaver. Ambos traspasaron las líneas del frente sin darse cuenta y acabaron siendo detenidos por los nacionales, quienes les acusaron de espionaje y amenazaron con fusilarlos.
Peor suerte corrió el francés Guy de Traversay, reportero del diario galo L’Intransigeant. Traversay había acompañado a un grupo de republicanos que intentaban recuperar Mallorca y, cuando fueron descubiertos, fue ejecutado como un miliciano más, sin importar su condición de periodista.
Seducidos por la causa
Aunque algunos periodistas llegaron a España con firmes ideales comunistas o socialistas, otros corresponsales terminaron por manifestar su apoyo a la causa republicana, a pesar de que muchos de ellos estuvieran cubriendo la contienda para medios conservadores afines a la derecha. Compartiendo las mismas penurias que el resto de la población, comprobando los desmanes de las tropas rebeldes y viviendo en primera persona el ambiente de camaradería y revolución, muchos periodistas terminaron contagiándose de los ideales republicanos.
Muchos plasmaron sus simpatías en sus escritos, otros promovieron campañas de apoyo a la República en sus respectivos países, y algunos incluso llevaron su apoyo hasta las últimas consecuencias, llegando a empuñar las armas. Entre estos últimos destacaron Jim Lardner, del New York Herald Tribune, Tom Wintringham o Claud Cockburn, del diario comunista Daily Worker.
Entre los más comprometidos –y que a pesar de ello intentaron permanecer objetivos– se encontraban Louis Fischer (un norteamericano con contactos políticos de alto nivel tanto en EE.UU. como en España y en la Unión Soviética), Jay Allen o Herbert Matthews. Fischer se alistó por un tiempo en las Brigadas Internacionales y llegó a entrar en combate, aunque sus mayores aportaciones a la República estuvieron relacionadas con sus relaciones al más alto nivel político y su ayuda a la hora de crear un servicio de prensa eficiente o de repatriar a los brigadistas heridos.
En el caso de Allen, sus escritos, como su crónica sobre la caída de Badajoz –cuyos efectos vivió en primera persona– o su entrevista a Franco pocos días después de la sublevación, supusieron un gran apoyo a la causa republicana. Más tarde acudió a Francia para ayudar a los refugiados españoles que escaparon al país vecino.
En cuanto a Herbert Matthews, del The New York Times, sus textos de apoyo al gobierno legítimo consiguieron que fuera acusado –injustamente– de realizar propaganda, y sus crónicas sufrieron la censura, no ya del aparato de prensa republicano, sino de la que ejercían sus propios compañeros del diario.
Igualmente notables fueron los esfuerzos del escritor George Steer, enviado de The Times y autor de uno de los más destacados artículos sobre el bombardeo de Guernica, población que visitó inmediatamente después del ataque, y donde recogió los testimonios de los supervivientes. Su texto logró un gran impacto político al referir la participación de la aviación alemana y Steer destacó como un firme defensor de la causa nacionalista vasca en su célebre libro El árbol de Guernica.
Aunque en menor medida, la causa de los rebeldes también contó con periodistas extranjeros comprometidos, que no dudaron en reflejar en sus escritos su simpatía a la causa franquista. Algunos de ellos, como Hubert Knickerbocker, procuraron realizar su trabajo con la mayor objetividad, pero otros no dudaron en favorecer a los rebeldes aunque para ello hicieran uso de la mentira más descarada.
Ese fue el caso, por ejemplo, de William Carney, periodista de The New York Times, cuyo desprecio a la República y sus encendidos escritos a favor de los insurgentes le valieron el apelativo de “agente de prensa de Franco”. Mientras estuvo en Madrid, Carney no dudó en incluir a propósito en sus textos datos delicados sobre la posición de baterías antiaéreas en Madrid, lo que a los lectores podía importarles poco, pero resultaba vital para el ejército franquista.
Tras el bombardeo de Guernica no dudó en asegurar que la ciudad había sido destruida por los propios vascos, escribiendo que «la destrucción podría ser el resultado de incendios y explosiones con dinamita». En otra ocasión, durante la Batalla de Teruel, Carney publicó que los rebeldes habían recuperado Teruel a los republicanos, algo que no era cierto. Carney añadió de su cosecha varios detalles sobre el paseo triunfal de las tropas franquistas y el cálido recibimiento que les brindó la población.
Desgraciadamente para Carney, el periodista Herbert Matthews y el fotógrafo Robert Capa no creyeron ni una palabra de su crónica y decidieron comprobarlo viajando desde Barcelona. Tras comprobar la falsedad de lo publicado por Carney, Matthews escribió un duro artículo criticando la actuación de su colega.
Siendo justos, las actuaciones como la de Carney no se limitaron sólo a corresponsales afines a los rebeldes, pues entre los partidarios del bando republicano también se produjeron ejemplos de manipulación y propaganda. Sin embargo, los textos de gran parte de los periodistas que simpatizaron con la República demuestran, aún hoy, que muchos de ellos realizaron su labor dando muestras de una gran objetividad.
Una huella imborrable
Lo que todos estos corresponsales y escritores extranjeros tuvieron la ocasión de vivir durante la Guerra Civil logró, en muchos casos, arrebatar sus corazones y ganar su simpatía hacia la República. Aquellos meses de bombardeos, frío, escasez de alimentos y peligros, sumados al ambiente revolucionario y al entusiasmo que se vivió durante mucho tiempo en la zona leal calaron en los periodistas extranjeros y dejaron en ellos una huella imborrable, hasta el punto de que muchos quedarían marcados por su experiencia durante el resto de su vida.
Herbert Matthews lo explicó de forma inmejorable: «De todos los lugares del mundo, Madrid es el que más convence. Llegué a esta conclusión nada más llegar, y ahora, cada vez que estoy lejos, no puedo evitar anhelar el regreso (…) El drama, las emociones, el optimismo electrizante, el espíritu de lucha, el valor y la paciencia de esta gente alocada y maravillosa son cosas que hacen que merezca la pena vivir, y dignas de ser vistas en persona». Un sentimiento que fue compartido por muchos otros, como Kate Mangan, Virginia Cowles, Geoffrey Cox, Willie Forrest, Henry Buckley y un largo etcétera.
Como recordó la estadounidense Josephine Herbst, todos ellos compartieron la misma sensación: «Nada tan trascendente, ni en mi vida personal ni en el devenir del mundo, se ha repetido jamás».
Años después algunos recordarían con amargura la falta de ayuda que sufrió la República por parte de otras democracias y la tortura que supuso para ellos tener que informar de las derrotas que sufría el bando al que apoyaban. Cada avance suponía un nuevo mazazo a la democracia y un temible paso al frente del fascismo, cuyo peligro intuían terminaría desembocando, como así fue, en la II Guerra Mundial.
KOESTLER Y PHILBY, ESPÍAS COMUNISTAS
En ocasiones, la implicación de algunos corresponsales les llevó a convertirse en espías para combatir el avance de las tropas franquistas, como ocurrió con el novelista húngaro Arthur Koestler y el británico Harold Philby.
Koestler había trabajado antes de la Guerra Civil para Willi Munzenberg, responsable de propaganda de la Internacional Comunista. Cuando éste supo que el escritor tenía intención de unirse a las Brigadas Internacionales y que poseía acreditación del diario de derechas Perter Lloyd, le pidió que actuara como espía en territorio rebelde. Su misión sería conseguir pruebas de la ayuda italiana y alemana a los rebeldes y demostrar que estaban vulnerando la política de no intervención.
Koestler accedió y puso rumbo a España. Cuando estaba en Portugal se dio cuenta de que su visado había caducado, y acudió al consulado de su país. Fue allí donde entró en contacto con un grupo de simpatizantes franquistas, entre los que estaban José Mª Gil Robles y el hermano del propio Franco, Nicolás. Ambos le tomaron por un simpatizante y le facilitaron cartas de presentación que le abrieron todas las puertas en Sevilla, hasta el punto de que logró entrevistar a Queipo de Llano.
Por desgracia, su aventura como espía duró poco. A los dos días de estar en la capital andaluza fue descubierto por un periodista alemán, aunque logró escapar a Gibraltar. Pudo huir, pero Luis Bolín juró matarle si lo capturaba. Koestler pasó un tiempo en distintos lugares de Europa, escribiendo sobre lo que había visto en España. Después regresó a la península y fue finalmente capturado en Málaga por Bolín. Fue encerrado en la cárcel de Sevilla y condenado a muerte. Cuando todo parecía perdido, fue liberado gracias a las presiones de las autoridades británicas.
El caso de Philby fue similar. Acudió a España como corresponsal y publicó artículos y crónicas muy favorables al bando franquista. Sin embargo, a pesar de su aparente simpatía hacia los rebeldes, Philby era un espía de los rusos. Su falsa identidad se había creado en Inglaterra en 1934 y estaba bajo las órdenes de Aleksandr Orlov, el entonces jefe del servicio secreto ruso en Londres.
La infiltración fue tan buena que logró que el Duque de Alba le consiguiera contactos y acreditaciones. Su misión era similar a la de Koestler, pues debía recabar información sobre la participación italiana y alemana, pero además incluía un objetivo mucho más ambicioso: reunir información que permitiera el asesinato del Generalísimo. Fue contratado por el diario The Times para cubrir la contienda, y estuvo a punto de morir en la Nochevieja de 1937, en el frente de Teruel, cuando las tropas republicanas dispararon a su vehículo.
Philby salió con vida, pero tres periodistas que iban con él no tuvieron tanta suerte. Ya al final de la guerra y para su disgusto, Philby entró con las tropas franquistas en la ciudad de Barcelona, e incluso fue condecorado personalmente por Franco, sin que éste pudiera sospechar el daño que aquel hombre había hecho a su ejército.
LAS FOTOGRAFÍAS DE LA BRIGADA LINCOLN
Tras el estallido de la Guerra Civil, un reducido contingente de estadounidenses, formado por unos 2.800 hombres viajó hasta España con la intención de luchar contra las tropas fascistas. La mayor parte de ellos pertenecían al Partido Comunista de EE.UU., aunque también había anarquistas y socialistas. Parte de ellos, integrados en la XV Brigada, formaron la llamada “Brigada Lincoln”, que estuvo destinada en el frente de Aragón entre 1937 y 1938.
Entre aquellos hombres que habían cruzado el Atlántico en defensa de la República se formó una Unidad Fotográfica dirigida por el joven sargento Harry Randall, cuya misión consistió en documental el día a día de los brigadistas en el frente. Como es lógico, su labor no fue la de un periodista al uso, sino más bien propagandística. Por una parte, pretendía documentar la presencia y labor de los miembros de la Brigada, al tiempo que nutrían de material a las publicaciones de corriente izquierdista de EE.UU. o medios afines extranjeros, como el Daily Worker o New Masses.
La labor de aquellos voluntarios estadounidenses tuvo una finalidad claramente política, pero sirvió para ofrecernos un impagable testimonio histórico del papel de los brigadistas durante la guerra, y de los distintos frentes en los que lucharon.
CAÍDOS EN ACTO DE SERVICIO
A lo largo de la Guerra Civil, al menos seis periodistas extranjeros perdieron la vida en el desarrollo de su trabajo, y otros muchos resultaron heridos. Estos son los nombres de los fallecidos:
- Guy de Traversay, del diario francés L’Intransigeant. Fusilado por los rebeldes en Mallorca en agosto de 1936.
- Louis Delaprée, corresponsal de Paris-Soir, alcanzado por una bala mientras regresaba a Francia en avión, el 6 de diciembre de 1936.
- Gerda Taro, fotógrafa, aplastada accidentalmente por un tanque republicano en julio de 1937.
- Bradish Jonson, de Newsweek, Richard Sheepshanks (Reuters) y Edward J. Neil (Associated Press). Su coche fue alcanzado por la artillería republicana el 31 de diciembre de 1937 en el frente de Teruel.
Para saber más:
- PRESTON, Paul. Idealistas bajo las balas. Debate, 2007.
- OLMEDA, Fernando. Gerda Taro, fotógrafa de guerra. Debate, 2007.
- ORWELL, George. Orwell en España. Tusquets editores.
- BAREA, Arturo. La forja de un rebelde. Ed. Debolsillo, 2014.
- VAILL, Amanda. Hotel Florida: Truth, love and death in the Spanish Civil War. Editorial Farrar, Straus & Giroux.
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