Pasee por cualquier ciudad de España en verano y alce la mirada hacia los edificios de su entorno: a buen seguro la mayor parte de los toldos que adornan balcones y ventanas son de color verde.
Hay elementos que, a simple vista, nos sitúan geográficamente. Una boulangerie (y escasez de bares) nos indica que estamos en Francia, aunque es cierto que la moda de poner nombres extranjeros a negocios de otras latitudes puede confundirnos, véase si no la bakery que han abierto en tu pueblo en un local que antes se llamaba Panadería Gómez….
Piénsalo, ¿qué elementos identificarían una ciudad española? Pues seguramente, un quiosco de la ONCE; una tienda de variantes (aceitunas y demás); una administración de Loterías; bares, qué lugares, el sonido del afilador (casi extinto ya en muchos lugares) y también, los toldos verdes en los balcones. Porque sí, claro que los hay de otros colores, pero el más habitual, en tono más o menos vivo según los años que lleve protegiendo del sol, es el verde. ¿Y esto, por qué? ¿Hay alguna explicación?

Esto barruntaba seguramente el arquitecto Pablo Arboleda quien se percató, tras varios años en el extranjero, de la uniformidad de los colores en los toldos. Proyectó su mirada arquitectónica sobre cosas que pueden pasar desapercibidas, como en este caso los toldos, y acabó creando un grupo de amigos del Toldo Verde en Facebook en el que neófitos y conocedores de la materia intercambiaban impresiones y también, material gráfico.
Y de ese grupo acabó saliendo al final un libro con un título que pueden intuir, Toldo Verde (Ediciones Asimétricas). La obra ha sido realizada junto al fotógrafo Kike Carbajal.
Todo empezó en la década de los 60
Arboleda defiende que hay que revisar la noción de patrimonio y que no solo nos representan la Puerta de Alcalá o el Alcazar de Segovia, sino que, en nuestras calles, esas por las que arrastramos los pies en verano, hay muchos más elementos con los que podemos sentirnos más identificados y el toldo verde sería uno de ellos.
Hablamos de patrimonio cultural y arquitectónico y quizás no sea la imagen de la España más bonita, pero nos representa al fin y al cabo y cuenta con una explicación histórica: el fenómeno arrancaría entre las décadas de los 60 y 80, coincidiendo con la primera gran construcción masiva de viviendas en España (400.000 nuevas casas al año de media entre 1970 y 1981, según el INE) por el éxodo de los pueblos a las ciudades.
En un país donde el sol no da tregua en verano no es de extrañar que los nuevos propietarios de un pisito buscaran bajar la temperatura de la casa y nada mejor que un toldo. ¿Por qué verde? Seguramente no habría una amplia gama de colores para escoger (al parecer había tres, naranja, verde y azul) y el verde fue el que se iba eligiendo.
Y además, era empezar un vecino y continuar el otro con lo cual, el contagio se iba produciendo rápido. ¿Qué pasaba si luego se estropeaba el toldo? Pues que aunque no te gustase el verde, no lo podías poner de otro color por respetar el color de la comunidad de vecinos.
Y así es como este tono se fue expandiendo por nuestros bloques de viviendas y nuestras ciudades, sobre todo, en los barrios más modestos: cabe recordar que, en un inicio, los toldos eran estampados por el interior, a menudo con flores. Pero las flores fueron cayendo en declive, no generaron interés y al final los toldos se quedaron de un único color, fuera y dentro.

Forma parte del patrimonio cultural
Arboleda defiende que el toldo forma parte de la definición de calle española: «Como las máquinas de aire acondicionado en la fachada, las bombonas de butano, el ladrillo visto…. Quizás sea una definición de lo cutre, yo no quiero hacer valoraciones estéticas, pero sí creo que forma parte del patrimonio cultural, y este patrimonio es mucho más inclusivo que el que se refiere únicamente a los edificios bonitos y a los monumentos», aclara.
Inclusivo porque ese verde esperanza se ve, sobre todo, en los barrios más modestos, los de la clase trabajadora, los de la periferia… «Lo curioso es la perdurabilidad del elemento porque 45 años después, tú te compras una casa en esos edificios y te obligan a poner el mismo que se puso en origen», reflexiona.

El libro está plagado de fotografías de nuestras calles, muchas de ellas de dudoso gusto estético (las rúas, no las fotos) pero nuestras, al fin y al cabo. Es una invitación a deambular por la ciudad prestando atención a los detalles y sin dejar de lado valiosa información sobre la historia de cómo se construyó este país y las empresas que se encargaron de ello. Al final de la obra, los autores nos regalan una crónica de una visita a una fábrica en Tomelloso. De toldos, como no podía ser de otra manera.