Una niebla densa, la espera silenciosa en un refugio alpino y, de pronto, el milagro: la montaña se deja ver. Así nació esta imagen del Diente Blanco, capturada en apenas unos segundos irrepetibles.
Hay dos factores clave en fotografía que van más allá del conocimiento técnico o del dominio de la cámara: la intuición y la paciencia. Ambos nacen de la imaginación y la experiencia, y si a ellos se suma el ingrediente final —la suerte— pueden ser determinantes para capturar ese “instante decisivo” del que hablaba Cartier-Bresson. Ese momento efímero que, a veces, llega. Y cuando lo hace, hay que estar preparado.
Eso fue, exactamente, lo que me ocurrió con esta imagen del Diente Blanco, una imponente montaña de los Alpes Peninos, en Suiza.
Aquel día estábamos eufóricos. Después de muchos meses soñando con este trekking, al fin partíamos desde el camping de Zermatt. Pero la montaña impone sus propias reglas. Tras superar el primer desnivel en funicular, nos adentramos en una espesa niebla que nos envolvió por completo. La decepción se instaló rápido: solo teníamos una noche reservada en el refugio y la niebla nos hacía temer lo peor. Nuestro objetivo era claro: contemplar el Cervino, una de las montañas más bellas del planeta, icono indiscutible del alpinismo. Pero parecía que el deseo quedaría en eso, un simple anhelo.
Al llegar al refugio estábamos húmedos y ateridos. El desánimo era evidente. Durante la subida ni siquiera saqué la cámara: estábamos a los pies de una montaña majestuosa, en un valle alpino sobrecogedor, pero no veíamos más allá de cuatro o cinco metros. Eran las cinco de la tarde y nos encontrábamos sentados, sin hacer nada, en una mesa del Refugio Hörnli.
Este refugio, que da nombre a la principal arista de ascenso del Cervino, está literalmente encaramado a un nido de águila. El margen de movimiento allí es mínimo. Sin mucho más que hacer, hojeamos unas revistas de montaña. Yo aproveché para revisar las imágenes de días anteriores y limpiar la cámara. No sé muy bien por qué, pero decidí cambiar el objetivo angular por un 50 mm. El tiempo pasaba lento. De vez en cuando me asomaba por la ventana, con la vana esperanza de que se abriera algún claro.
Y entonces, alrededor de las ocho de la tarde, algo cambió. Las nubes comenzaron a disiparse con una timidez casi imperceptible. Empezaron a asomar los negros y grises de algunos picos. Para mí, ansioso por hacer fotos, aquello fue suficiente revulsivo como para salir del refugio y sentarme frente al paisaje. El cielo se comportaba como un telón que se corre despacio.
No tenía forma de saber si, por capricho de la naturaleza, todo se cubriría de nuevo. Tampoco sabía si aparecería una escena digna de ser fotografiada. Pero traté de intuir el comportamiento del clima, que esta vez jugó a mi favor. Así que encendí la cámara y empecé a disparar. Al principio no había nada claro, pero poco a poco fue apareciendo la montaña. Y no solo eso: se mostraba estilizada, como si se supiera observada.
La humedad dificultaba la nitidez, una bruma tenue cubría las imágenes. El frío tampoco ayudaba. No era una situación cómoda, pero la montaña seguía revelándose, y yo seguía disparando. Probaba diferentes parámetros, buscando los óptimos por si acaso el milagro se completaba.
Tuve un gran aliado en el 50 mm. Me gustaba el encuadre y, gracias a él, gané unos pasos de apertura que me permitieron no subir demasiado el ISO. Hasta que, en cuestión de un par de minutos, la atmósfera se despejó. Las nubes cedieron espacio y la montaña se dejó ver por fin. El fruto de la suerte, la paciencia y la intuición, apareció. Y lo hizo por unos segundos.
Pero a veces, unos segundos son todo lo que se necesita.