El 30 de septiembre de 1955 –hace hoy 70 años–, en una carretera polvorienta de California, James Dean dejó de ser un joven actor de Hollywood para convertirse en mito. Su Porsche 550 Spyder, bautizado como Little Bastard, se estrelló contra otro coche y, con apenas 24 años, Dean se convirtió leyenda. Desde entonces, su figura permanece suspendida en ese punto exacto donde la juventud nunca se marchita y la rebeldía se convierte en eternidad.
Cuando viajé por el Oeste de Estados Unidos tenía claro uno de mis objetivos: ver con mis propios ojos algunos escenarios de película. Entre las notas de mi cuaderno apareció un artículo que hablaba de la muerte de James Dean y del lugar exacto del accidente. Un cruce de carretera anodino, un “no lugar” perdido a unos sesenta kilómetros de Paso Robles. Veníamos de Monterrey rumbo a Los Ángeles, pero la decisión estaba tomada. Los mitómanos y cinéfilos sabemos que, a veces, los desvíos más insólitos son inevitables.
Un icono eterno
Si hablamos de iconos culturales del siglo XX, el nombre de James Dean ocupa un lugar de honor. Con solo tres películas en su filmografía –Al este del Edén, Rebelde sin causa y Gigante– alcanzó una fama universal que sigue intacta. Como otros mitos de vida breve –Marilyn Monroe, Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison o John Lennon–, su muerte prematura contribuyó a elevarlo a la categoría de leyenda. Rostro en camisetas, póster en habitaciones juveniles, portada recurrente de revistas: Dean es la imagen eterna de la juventud inconformista.

Una vida marcada por la tragedia
Su biografía, sin embargo, estuvo lejos de ser luminosa. A los nueve años perdió a su madre, con la que estaba muy unido. Su padre, incapaz de cuidar de él, lo envió a vivir con sus tíos a una granja de Indiana, en el seno de una comunidad cuáquera. Allí estuvo bajo la influencia del pastor James DeWeerd, cuya relación con el joven marcaría profundamente su vida. Décadas más tarde, Elizabeth Taylor desvelaría que Dean le confesó haber sufrido abusos a manos del religioso.
Esa herida, invisible para el público, lo acompañó siempre. Quienes le conocieron hablan de un muchacho inseguro, atormentado y a la vez brillante, capaz de pasar de la risa al llanto en cuestión de segundos. Su obsesión por la perfección rozaba la enfermedad y, aunque desplegaba un talento desbordante, nunca halló en la interpretación la paz que buscaba.

El actor que no actuaba
Marlon Brando fue uno de sus grandes apoyos. Lo recomendó personalmente a Elia Kazan para el papel protagonista de Al este del Edén, convencido de que aquel personaje reflejaba los miedos y contradicciones de su amigo. Dean improvisaba frases, movimientos y gestos, desconcertando a compañeros de la vieja escuela como Rock Hudson, que no entendían su estilo. Pero esa forma de “actuar desde dentro” fue precisamente lo que le convirtió en un intérprete único. Para muchos –de Elvis a Bob Dylan, de Paul Newman a Al Pacino–, Dean no solo fue el mejor: sin él, ellos mismos nunca se habrían atrevido a ser artistas.
Amores y desencuentros
Su vida sentimental tampoco le trajo felicidad. Hollywood lo rodeó de mujeres y también de rumores sobre relaciones con hombres, pero su gran amor fue la actriz Pier Angeli. El romance se quebró cuando ella anunció su boda con el cantante Vic Damone. Dean, desesperado, se presentó en la puerta de la iglesia el día de la ceremonia y aceleró su moto para protestar, incapaz de aceptar la pérdida.

La obsesión con la muerte
James Dean vivía con un miedo cerval a la muerte, y al mismo tiempo la desafiaba con gestos temerarios. Coleccionaba armas, posaba dentro de ataúdes y toreaba taxis en las calles de Nueva York como si fueran toros. En una entrevista, un periodista le preguntó qué era lo que más respetaba en la vida. Su respuesta fue tan lúgubre como premonitoria:
“La muerte. Es la única cosa que merece respeto. La única verdad inevitable. Todo lo demás puede ponerse en duda, pero la muerte es verdadera. En ella está la única nobleza para el hombre y, más allá de ella, la única esperanza”.
El “Pequeño Bastardo”
La otra gran pasión de Dean fue la velocidad. El 21 de septiembre de 1955 compró un Porsche Spyder 550 por 6.900 dólares, una cifra astronómica para la época. Lo bautizó como Little Bastard, un coche ligero, descapotable, capaz de alcanzar los 225 km/h, pero extremadamente frágil. Pensaba competir en una carrera en Salinas y, aunque en un principio planeaba remolcar el vehículo, a última hora decidió conducirlo.

El 30 de septiembre, acompañado de su mecánico, partió hacia la cita. Un policía lo detuvo por exceso de velocidad y le advirtió con palabras inquietantes: «Si sigue así, no llegará a Salinas». Horas más tarde, en la ruta 466, un Ford conducido por un estudiante se cruzó en su camino. Dean apenas pudo gritar: «¡Tiene que vernos!». La colisión fue brutal. Su mecánico salió despedido, malherido en el asfalto. Dean absorbió el impacto y murió poco después en el hospital, a los 24 años.
Dos meses antes había rodado un anuncio de seguridad vial en el que advertía a los jóvenes conductores: «Conducid con cuidado, porque la vida que salvéis podría ser… la mía». Cuando se emitió, tras su muerte, esas palabras adquirieron un tono cruelmente profético.


Nace la leyenda
La noticia recorrió el mundo. Murió el hombre, nació la leyenda. Se multiplicaron las especulaciones: ¿fue un suicidio?, ¿tenía un hijo secreto?, ¿planeaba desaparecer? Incluso un libro llegó a vender medio millón de ejemplares afirmando que Dean se comunicaba “desde el más allá”.
La maldición también alcanzó a su coche. Del Little Bastard se dijo que traía desgracia a todo aquel que lo poseía. Tras varios accidentes fatales relacionados con piezas del vehículo, desapareció misteriosamente en 1960 y nunca más se volvió a ver.

Un mito eterno
Setenta años después, James Dean sigue siendo el rostro imberbe de la rebeldía. Con apenas tres películas, marcó a una generación y quedó fijado en el imaginario colectivo como el actor que nunca envejeció. Un joven de mirada desafiante que, al morir en una carretera cualquiera, conquistó la eternidad.
