Olvídate de lo que creías saber sobre Andalucía. Existe un rincón donde las calles de albero dorado te transportan a otro tiempo, y los caballos son más que un medio de transporte: son el alma de un lugar que parece sacado de una película del Oeste. Pero más allá de su estética cinematográfica, este enclave es la puerta de entrada al mayor santuario natural de Europa, un paraíso virgen que te espera para ser descubierto.
Cada año, más de un millón de personas —acompañadas de decenas de miles de caballos— emprenden un peregrinaje hacia un mismo destino: El Rocío. Esta pequeña aldea onubense, que durante el resto del año apenas cuenta con 900 habitantes, se transforma en un torrente de fe, música, polvo y emoción durante los días que preceden al lunes de Pentecostés. Este año, la celebración se extiende del 4 al 9 de junio, convirtiendo caminos milenarios en arterias palpitantes por las que fluyen hermandades, carrozas, cantes flamencos y un fervor colectivo que solo puede comprenderse viviéndolo.

La romería de El Rocío hunde sus raíces en una antiquísima devoción mariana centrada en la imagen de la Virgen del Rocío, también conocida como la Blanca Paloma. Su talla gótica preside el santuario desde el siglo XIII, convirtiéndose en el corazón espiritual de esta manifestación religiosa y cultural única.
El momento culminante de la romería llegará este año en la madrugada del lunes 9 de junio con el célebre Salto de la Reja: los almonteños, en un acto cargado de tradición y privilegio, cruzan la verja del presbiterio para tomar en volandas la imagen de la Virgen y llevarla en procesión por las calles de arena del pueblo. Es un instante de emoción desbordante donde convergen siglos de devoción, tradición y pasión popular.


Sin embargo, esta explosión de fervor no está exenta de controversia. Año tras año resurge un debate necesario y urgente sobre el impacto medioambiental de la celebración. El masivo trasiego de animales y personas a través de los senderos del Parque Nacional de Doñana ejerce una presión considerable sobre ecosistemas de valor incalculable, mientras que diversas organizaciones ecologistas y de protección animal denuncian sistemáticamente el maltrato que sufren algunos équidos durante las festividades.
La celebración es un reflejo vivo de la identidad andaluza, sí, pero no debería estar reñida con la responsabilidad ecológica. Proteger el entorno que da sentido y marco a la romería debería ser, en sí mismo, otra forma de veneración y respeto hacia lo sagrado. Solo así esta manifestación cultural podrá perdurar para las generaciones futuras sin comprometer el legado natural que la acoge.

Una aldea de película… del Oeste
Más allá de su dimensión religiosa, El Rocío conserva una estética que parece arrancada de otro siglo y otro continente. Sus calles sin asfaltar, tapizadas de albero dorado, y sus casas encaladas con balcones de hierro forjado evocan inevitablemente los poblados fronterizos del Lejano Oeste americano.

Esta semejanza no es fruto de la casualidad, sino de una fascinante inversión histórica: fue desde aquí, desde estas marismas andaluzas, de donde partieron muchos de los colonos que cruzaron el Atlántico rumbo a América, llevando consigo los caballos marismeños —ancestros directos del legendario mustang— junto con tradiciones ecuestres y formas de vida que terminarían forjando la figura mítica del vaquero y los primeros asentamientos del Oeste estadounidense.

Una de las ceremonias que mejor preserva este legado ancestral es la Saca de las Yeguas, que tiene lugar el 26 de junio. Durante esta jornada, los almonteños recorren a caballo las extensas marismas para reunir a las yeguas marismeñas y sus potros nacidos en primavera, protagonizando una escena de belleza épica que podría haber brotado de las páginas de Cormac McCarthy, pero que atesora más de cinco siglos de historia viva. Es el eco de una Andalucía que sembró semillas de su cultura ecuestre a ambos lados del océano.


Doñana, un santuario natural que late con vida propia
Tan inseparable de El Rocío como la devoción lo es de la tradición, el Parque Nacional y Natural de Doñana se despliega como un mosaico de ecosistemas únicos a lo largo de más de 120.000 hectáreas que abrazan tierras de Huelva, Sevilla y Cádiz. Declarado Patrimonio de la Humanidad y Reserva de la Biosfera, este territorio excepcional alberga una sinfonía de vida silvestre: el esquivo lince ibérico, las majestuosas águilas imperiales, las elegantes colonias de flamencos, ciervos, jabalíes, lagunas estacionales, dunas en perpetuo movimiento, bosques de alcornoques y playas vírgenes que se pierden en el horizonte atlántico.


Para conocer verdaderamente Doñana no basta con contemplarlo desde la distancia; es necesario adentrarse en sus secretos más íntimos. Empresas especializadas como Doñana Nature ofrecen la oportunidad de recorrer el parque en las primeras luces del alba, a bordo de vehículos todoterreno, con la emocionante posibilidad de avistar linces en su hábitat natural antes de concluir la experiencia con un desayuno campero bajo el cielo andaluz.

Algunas rutas incluyen la fascinante visita al Palacio del Rey, un antiguo pabellón de caza del siglo XIV donde otrora se hospedaron monarcas como Carlos I o Alfonso XIII. Hoy, entre sus patios silenciosos y sus trofeos de caza, este palacio evoca el esplendor de épocas pasadas mientras testimonia la fragilidad de este paraíso natural amenazado.

Otros enclaves imprescindibles incluyen el Charco de la Boca, una marisma de aguas cambiantes que sirve de refugio a flamencos y decenas de especies de aves migratorias, y el Monumento Natural Acebuches del Rocío, donde crecen olivos silvestres centenarios que los lugareños veneran como “los abuelos del olivo”, guardianes milenarios de una tierra que late entre lo sagrado y lo salvaje.


Cabalgar el paisaje
En El Rocío, nada resulta más natural que recorrer sus calles cubiertas de albero a lomos de un caballo. Este bello animal no es solo un medio de transporte, sino el verdadero protagonista y alma de esta comarca, hasta el punto de que para muchos lugareños el caballo sigue siendo el compañero cotidiano para desplazarse por las calles polvorientas de la aldea. Diversas empresas especializadas, como Doñana Dressage, ofrecen experiencias ecuestres que van desde paseos contemplativos por el casco urbano hasta travesías épicas por las arenas infinitas de Doñana y la costa atlántica.


Una de las rutas más sobrecogederamente bellas es la que conduce a las playas de Matalascañas, donde se extienden casi 30 kilómetros de litoral virgen que parecen no haber conocido el paso del tiempo.


Allí, mientras las gaviotas danzan en el viento salino y el Atlántico susurra sus secretos milenarios, es posible trotar junto al monumento natural de El Asperillo —un sistema de dunas fósiles que narra la historia geológica de la región— y ascender hasta el mirador de Cuesta Maneli, desde donde se despliega uno de los atardeceres más conmovedores del sur de Europa, cuando el sol se funde con el océano en una sinfonía de oros y púrpuras.

El Rocío y Doñana son, en definitiva, dos destinos inseparables que combinan a la perfección tradición, devoción y un excepcional patrimonio natural. Pero también son lugares donde resulta imprescindible promover una conciencia ecológica y ética para garantizar que estas maravillas sigan existiendo para las futuras generaciones.
Te puede interesar: Ruta por Las Hurdes: esa joya natural del norte extremeño