Viajamos a Bøur, un remoto pueblo de las Islas Feroe donde un border collie puede ser tu mejor guía turístico. Descubrimos qué ver en Bøur, desde su iglesia del siglo XIX hasta su espectacular playa de arena negra, pasando por una cascada escondida y vistas inigualables a Tindhólmur y Drangarnir. Todo ello describiendo con humor una verídica y sorprendente conexión entre el que firma estas líneas y su avezado guía de cuatro patas. Si buscas una ruta diferente por las Islas Feroe, aquí empieza tu aventura más insólita.
Por qué Bøur se llama Bøur y no, pongamos, Villaperro
Los filólogos coinciden –cuando no están peleándose por la última tilde– en que Bøur procede del antiguo nórdico bœr, «granja» o «poblado*». Un nombre tan pragmático como un mueble de IKEA antes de las instrucciones: sirve para cualquier sitio con más de una chimenea y menos de un semáforo. En el caso que nos ocupa, la “granja” se ha transformado en un puñado de casitas con tejados de césped, colgadas en la ladera occidental de Vagar, mirando con descaro al mar y a los fotogénicos islotes de Drangarnir y Tindhólmur.
* Al menos eso asegura el libro gordo de Topónimos Nórdicos que encontré en la biblioteca de Tórshavn. Si está equivocado, acudan a reclamarle a él, no a mí.
Primer acto: la Cascada Secreta
Apenas pongo un pie fuera del coche en el único aparcamiento habilitado en Bøur, aparece mi guía: un border collie con mirada de funcionario en ventanilla («¿Trámites? Yo se lo soluciono»). No lleva acreditación, pero mueve la cola con solvencia y por qué no decirlo, con cierto estilo.
Sin pedir permiso –al estilo de los mejores ciceroni– me conduce ladera abajo hasta una cascada que se descuelga, tímida, por un arroyo que nadie ha bautizado aún. El perro posa para mis fotos con un aire de “esto lo hace cualquiera” y, cuando considera que ya he obtenido la instantánea definitiva para Instagram, emprende el camino hacia el segundo acto.
(Nota al margen: mi relación con Buddy se basa en el idioma de Shakespeare. No preguntéis por qué; quizá porque «¡Sit!» suena más perentorio que «¡Siéntate!», y porque, según la rumorología local, los collies feroeses aprenden inglés la misma noche que descubren lo poco inteligente que es el ganado bovino que pastorean con soltura. Aun así, no consta que dicho idioma forme parte del plan de estudios de las academias caninas de la isla).
Segundo acto: la iglesia de 1865 (entrada prohibida, salida imprevista)
Llegamos a la Bøar Kirkja, una coqueta iglesia de madera, con paredes mitad blanco inmaculado, mitad negro azabache. Muchas construcciones de madera en estos lares se pintan con alquitrán por dos razones: para retener el calor de los pocos rayos de sol que se observan en el firmamento, y para que sean más durables. Un tejado de hierba, en el que si obviamos su inclinación se podría jugar al billar, y un campanario que mantiene a raya al viento atlántico completan este singular templo.
Buddy, conocedor de la normativa eclesiástica que prohíbe la entrada al mejor amigo del hombre a sus instalaciones, me deposita en la puerta principal y se va a esperar –con la paciencia de un santo laico– junto a la secundaria.
Yo, que respeto todas las tradiciones salvo cuando las rompo, me tomo unos minutos para curiosear los nombres de las lápidas del cementerio y admirar los bancos de madera y el simple retablo dentro de la iglesia. Al salir por la puerta “B” me reencuentro con mi guía, que bosteza condescendiente: a fin de cuentas, para él, la herejía consiste en retrasar la excursión.
Tercer acto: la Playa de Arena Negra (donde la espuma escribe haikus)
El collie me arrastra nervioso hasta la playa, un semicírculo de arena volcánica tan oscura que se asemeja a un negativo fotográfico. Las olas, empeñadas en la caligrafía efímera, dibujan signos indescifrables cada vez que retroceden. Tindhólmur, al fondo, levanta sus picos como si alguien hubiese clavado un peine en mitad del Atlántico.
Aquí el perro me concede una tregua: se dedica a perseguir gaviotas bilingües (dicen squawk y skræk, según su procedencia) mientras yo redacto mentalmente el grueso de este artículo.
Epílogo (porque siempre queda algo por decir)
Si algo he aprendido en Bøur es que, para conocer un lugar, conviene fiarse de los expertos locales; y nadie conoce cada matorral, cada piedra y cada puerta trasera mejor que un border collie en pleno horario laboral. He descubierto un pueblo que es granja, mirador, alegoría visual y una oda a la soledad; una cascada que prefiere el anonimato; una iglesia que vigila entradas y salidas; y una playa que firma autógrafos con espuma blanca sobre tinta negra.
Regreso al coche. Buddy se sacude el agua y me dedica un último vistazo, quizá evaluando si necesito guía para el resto de la vida. «See you soon», le digo. Su cola bate el aire: ni falta que hace traducción simultánea.
Guía práctica (por si Buddy no está disponible en tu visita):
- Cómo llegar: carretera de Vágar, curvas incluidas. Bøur está al lado de Gásadalur; apunta este nombre para fardar de pronunciación imposiblemente gutural.
- Qué llevar: impermeable, cámara, galletas caninas. El orden inverso también funciona.
- Cuándo ir: siempre que el pronóstico prometa cuatro estaciones en un día: así tendrá un minuto para hacer la foto con sol y horas para hace el selfie bajo lluvia y el bodegón con niebla de regalo.
(Y si al llegar no aparece un border collie con visión estratégica, no te preocupes demasiado: un breve silbido hará que venga a tu encuentro. El resto —cascada incluida— vendrá solo.)