Playas doradas que se abren al Pacífico, pueblos coloniales suspendidos en el tiempo y una costa que fue fiesta, refugio y leyenda de celebridades: así es Guerrero, el estado que late en el sur de México y dibuja, con sus tres vértices, el icónico “Triángulo de Oro”.
«Dicen que el Pacífico no tiene memoria». Estas palabras brotan de los labios de Andy Dufresne, el personaje que Tim Robbins inmortalizó en Cadena perpetua, cuando fantasea con su sueño de libertad: una bahía serena bañada por aguas turquesas bajo un firmamento infinito. Ese paraíso, que se antojaba nacido de los anhelos y esperanzas carcelarias, existe en la realidad.
Zihuatanejo –o simplemente “Zihua”, como la llaman cariñosamente sus habitantes– forma parte del legendario Triángulo de Oro de Guerrero, junto al eterno glamour de Acapulco y el embrujo colonial de Taxco de Alarcón. Cada destino despliega una personalidad única, pero juntos componen la postal más cautivadora del Pacífico mexicano.
Ixtapa-Zihuatanejo: donde el tiempo se detiene
Custodiada por la imponente Sierra Madre del Sur y acariciada por aguas azules que se funden con el horizonte, Ixtapa-Zihuatanejo representa una dualidad fascinante: el antiguo pueblecito pesquero de Zihuatanejo convive armoniosamente a pocos kilómetros con la elegante modernidad de Ixtapa. Aquí, como le ocurre al protagonista de Cadena Perpetua, cada viajero encuentra su propia versión del paraíso.
Aunque hoy suma más de 70.000 habitantes, Zihuatanejo conserva celosamente su esencia bohemia y su ritmo pausado. Esta autenticidad se respira en el Paseo del Pescador, una vía costera donde conviven embarcaciones artesanales, pescadores curtidos por el sol y coloridas tiendas que narran historias de mar.
Las tradiciones permanecen vivas: cada amanecer, el mercado municipal se inunda de un bullicioso ajetreo en el que los comerciantes locales ofrecen los tesoros del océano, carnes y un mosaico de frutas tropicales y hortalizas de la tierra.
En las callejuelas del centro histórico, tiendas de artesanía como El Jumil, regentada desde 1982 por Magdaleno Flores –aquí todos le llaman Maleno– dan vida a barcas y máscaras de madera de colores vibrantes, obras que rinden homenaje tanto a las ancestrales raíces purépechas de la región como a la creatividad inagotable de los artesanos locales.
Siguiendo el abrazo de la costa se encuentra La Ropa, una playa que ha conquistado los rankings internacionales como una de las mejores del mundo. Su nombre evoca el naufragio de un navío español que, según cuentan, sembró la costa de sedas y otras telas preciosas, como si el mar hubiera querido vestir de gala esta franja de arena dorada.
Aquí, bajo aguas turquesa que invitan al ensueño, la vida fluye con la cadencia perfecta del paraíso: baños que purifican el alma, travesías en windsurf en busca del horizonte, atardeceres que pintan el cielo de oro y el aroma constante del mar invadiéndolo todo a cada respiración.
Más allá se extiende Las Gatas, conectada ahora por el flamante Paseo del Capricho del Rey, donde la estatua de Caltzontzin —último emperador purépecha— vigila desde su pedestal de piedra, uniendo en un solo relato las gestas de antiguos monarcas indígenas con la vitalidad pulsante de la ciudad moderna.
También merece la pena buscar atardeceres en las alturas del Partenón, la excéntrica mansión de Arturo El Negro Durazo –polémico exjefe de la policía de Ciudad de México, salpicado por la corrupción–, actualmente transformada en mirador cultural.
Sabores que abrazan el alma
La gastronomía local, como sucede en los rincones más auténticos de México, constituye una celebración que despierta todos los sentidos. El tradicional “jueves pozolero” se ha convertido en un ritual casi sagrada que hermana a vecinos y visitantes alrededor de humeantes cazuelas de pozole –ese caldo espeso de maíz cacahuazintle y carne que, siendo emblema nacional, encuentra en Guerrero una de sus expresiones más sublimes–. Las tiritas de pescado (delicadas láminas adobadas con limón y chile que acarician el paladar) invitan a quedarse y saborear sin prisas la esencia costera más pura.
Y ningún peregrinaje gastronómico por Zihuatanejo estaría completo sin rendir culto al puerco asado de doña Carmelita, maestra culinaria que, en su restaurante –modestamente bautizado como “Café”–prepara los sabores guerrerenses con el alma de quien entiende que cocinar es un acto de amor y tradición.
Tesoros más allá del horizonte
A escasos minutos de Zihua, Ixtapa despliega la cara moderna y cosmopolita de este binomio. Un destino concebido para el placer refinado: spas que susurran promesas de renovación, campos de golf entre palmeras y hoteles donde el rumor constante del océano se convierte en banda sonora de ensueño. Sin embargo, tras esta fachada sofisticada late intacta la hospitalidad genuina y el alma colorida que ningún desarrollo turístico ha logrado domesticar.
Las excursiones por el entorno revelan aún más tesoros. En las playas abiertas de Troncones y La Saladita, por ejemplo, las olas largas y perfectas han forjado leyendas del surf –aquí entrena Mauricio Sánchez Núñez, campeón nacional nacido aquí que ha convertido La Saladita en su templo personal–.
Cerca de allí, el iguanario de Boca de Lagunillas (en el municipio de La Unión) ofrece encuentros fascinantes con estos dragones prehistóricos (y con su cuidador, el afable Rosalío Villegas Tabares), mientras que el recinto arqueológico de Xihuacan (conocido también como Soledad de Maciel) susurra secretos milenarios a través de sus pirámides y su majestuoso juego de pelota, testimonios pétreos de la grandeza de los pueblos originarios.
La pintoresca Barra de Potosí guarda quizás el mayor de los tesoros: sus imponentes morros, formaciones rocosas que emergen como catedrales del océano. En sus contornos cristalinos es posible nadar entre peces tropicales que parecen escapados de un acuario de ensueño, o aguardar con paciencia el espectáculo sublime de delfines y cetáceos danzando en libertad.
Acapulco: leyenda, glamour y resiliencia
Podría decirse que Acapulco no es solo un destino, sino una leyenda viviente, un mito labrado por décadas de glamour que el tiempo no ha logrado desvanecer. Este escenario vibrante, donde los atardeceres inflaman la bahía cada día, se alzó en los años dorados de los 50 y 60 como el epicentro absoluto de la jet set mundial.
La Avenida Costera Miguel Alemán se convirtió entonces en la alfombra roja más larga del mundo, flanqueada por templos del lujo como el legendario Hotel Pierre, el majestuoso Princess o el icónico Las Brisas, cuyos nombres aún evocan historias de una época irrepetible.
Por sus lobbies de mármol desfilaron las estrellas más brillantes del firmamento: Elizabeth Taylor –quien eligió estas costas para celebrar varias de sus bodas, hechizada por el romanticismo del Pacífico–; Rita Hayworth, con su belleza incandescente; Frank Sinatra, seducido por la música de las olas, y hasta John F. Kennedy, quien celebró aquí su luna de miel con Jackie. Las malas lenguas aseguran que años después regresó acompañado por Marilyn Monroe, ambos rendidos ante ese aroma embriagador que solo destilan las noches tropicales a orillas del mar.
La mítica discoteca Baby’O —que sigue abriendo sus puertas como un guardián de noches inolvidables— fue testigo silencioso de madrugadas legendarias bajo focos parpadeantes y las voces de ídolos como Luis Miguel, uno de sus clientes más devotos. Estas noches de cristal y champán escribieron páginas doradas en la historia del glamour mexicano, convirtiendo a Acapulco en sinónimo de sofisticación mundial.
Pero Acapulco es mucho más que nostalgia dorada. A pesar de las heridas profundas infligidas por los huracanes Otis y John –que devastaron infraestructuras y alteraron el ritmo turístico de la ciudad–, este puerto mantiene intacto su espíritu indomable. Lo que verdaderamente distingue a Acapulco es su capacidad extraordinaria para renacer: como el ave fénix, se alza de sus cenizas con fuerza renovada.
En tiempo récord, la mayoría de sus hoteles emblemáticos han sido restaurados con un esplendor que supera al original, mientras que la Riviera Diamante renace como uno de los desarrollos más visionarios y resilientes de México. Esta nueva fase fusiona la tradición centenaria del puerto con la vanguardia arquitectónica más audaz, creando un destino que honra su pasado dorado mientras abraza un futuro luminoso, representado por hoteles como el Princess Mundo Imperial.
Uno de los más característicos ejemplos del alma más brava de Acapulco cobra vida cada día a través de un espectáculo que desafía las leyes de la cordura y la gravedad. En La Quebrada, los célebres clavadistas transforman el vértigo en poesía al lanzarse desde más de 30 metros de altura, enfrentando rocas afiladas y olas traicioneras en un ritual que ha regalado adrenalina pura y admiración sin límites durante más de 100 años.
Aunque los tiempos cambian, también la hospitalidad, la oferta culinaria y el romanticismo natural de playas como Bonfil, Papagayo o Puerto Marqués permanecen como promesas inquebrantables de Acapulco.
La gastronomía acapulqueña constituye uno de los argumentos más persuasivos para rendirse ante este puerto encantado. Los legendarios pescados a la talla –dorados a la perfección sobre brasas– comparten protagonismo con mariscos tan frescos que aún conservan el beso salino del océano, servidos en restaurantes familiares donde la arena acaricia los pies descalzos y el murmullo de las olas acompaña la música en directo.
La sofisticación culinaria encuentra su máxima expresión en las manos del chef Eduardo Palazuelos, quien desde los fogones de Zibu orquesta una sinfonía gastronómica que fusiona los sabores ancestrales mexicanos con las influencias más refinadas de la cocina tailandesa.
Taxco de Alarcón: la joya del interior
Dejamos atrás la costa y ponemos ahora rumbo al interior. Si existe una joya auténtica engarzada en el corazón montañoso de Guerrero, suspendida como un sueño entre las laderas de la Sierra Madre del Sur, esa es Taxco de Alarcón. Su estampa es inconfundible: fachadas encaladas, balcones floridos y tejados rojizos que ascienden en un laberinto vertiginoso de callejuelas empedradas, como si la ciudad entera hubiera decidido trepar hacia el cielo.
Por estas arterias angostas y pronunciadas, los legendarios vochos –esos Volkswagen escarabajo que se han convertido en símbolo inconfundible de la ciudad– ejercen de guías urbanos, trepando a toda velocidad por pendientes que en siglos pasados solo conocían el eco de cascos de mulas y las botas gastadas de mineros en busca de fortuna.
Taxco es sinónimo de plata. La ciudad entera respira ese aire refinado y artesanal que le ha valido títulos como el de “capital mundial de la plata” y corazón de la orfebrería mexicana. El legado se palpa en mercados, talleres y tiendas donde el trabajo manual se perpetúa desde la época prehispánica, reinventado en el siglo XX por William Spratling.
Este estadounidense, convertido en taxqueño de alma (aquí le llaman Guillermo), fundó el primer taller dedicado a la plata y dejó una huella imborrable en el diseño moderno del país. Sus creaciones, marcadas por líneas precolombinas y un gusto exquisito, aún deslumbran en museos y galerías, y su casa-museo es parada imprescindible.
El pulso colonial de la ciudad late también en la silueta barroca de la iglesia de Santa Prisca –con sus retablos dorados y su vistosa fachada flanqueada por torres gemelas– y en las plazas bulliciosas y los tianguis (mercados) llenos de vida, que evocan una escena teatral. No es casualidad que esta atmósfera dramática impregne cada rincón: el municipio honra en su nombre a Juan Ruiz de Alarcón, el ilustre dramaturgo del Siglo de Oro que llevó el nombre de este rincón de la sierra guerrerense a los confines de todo el mundo hispano.
Pero no solo el patrimonio es capaz de seducir al viajero. La cocina taxqueña conquista paladares con una autenticidad que hunde sus raíces en la tierra ancestral de la sierra. El pozole guerrerense –que también aquí es seña de identidad– comparte mesa con el vistoso mole rosa y, para los espíritus más aventureros, los jumiles –chinches voladoras que aquí son muy apreciadas por los locales–, ofrecen una experiencia gastronómica capaz de sorprender a los paladares más experimentados.
Todo este festín se acompaña del sabor peculiar y refrescante de las bertas, una bebida que fusiona la acidez del limón, la dulzura de la miel de abeja, el carácter del tequila y la frescura del hielo picado, creando un elixir que parece destilado de la propia esencia montañosa de Taxco. Estos manjares saben mejor cuando se saborean en restaurantes como Acerto, que abren sus ventanales con vistas a Santa Prisca.
Siguiendo los pasos de personajes ilustres –desde Hernán Cortés, de quien se dice estableció aquí su cuartel general, hasta Marilyn Monroe, que se enamoró perdidamente de la ciudad y la proclamó «el lugar más bonito del mundo»– el viajero puede perderse en el encanto de hoteles históricos como la Posada de la Misión.
Este establecimiento centenario alberga tesoros únicos, como el mural de Cuauhtémoc, en cuya creación participó el artista Diego Rivera, o las minas prehispánicas que se esconden bajo sus cimientos.
Taxco también regala otras experiencias inolvidables: por ejemplo, asomarse al mirador del Cerro del Huixteco, coronado por un Cristo gigantesco que bendice la ciudad desde las alturas y ofrece panorámicas que roban el aliento. Cuando el calor aprieta, las cercanas Pozas Azules de Atzala y sus aguas turquesa ofrecen alivio y encuentro con la naturaleza más pura.
Los más audaces pueden adentrarse en los cañones subterráneos del Parque Nacional Grutas de Cacahuamilpa, catedrales naturales talladas por milenios de paciencia geológica, donde estalactitas y estalagmitas crean bellísimas sinfonías de piedra.
Ixcateopan de Cuauhtémoc: historia, mito y herencia ancestral
Escondido entre montes y barrancas, en el corazón de la región norte de Guerrero, Ixcateopan de Cuauhtémoc es mucho más que un apacible pueblecito de calles empedradas con mármol y tejados rojizos. Situado a sólo 35 kilómetros de Taxco —aunque la tortuosa carretera convierte el trayecto en una aventura de algo más de una hora—, su nombre resuena en la memoria histórica mexicana, pues aquí, según se afirmó en 1949, fueron descubiertos los supuestos restos del último emperador mexica, Cuauhtémoc.
Desde entonces, Ixcateopan –actualmente uno de los tres Pueblos Mágicos del estado, junto a Zihuatanejo y Taxco– se ha convertido en lugar de peregrinación simbólica, aunque no exento de controversia: estudios posteriores pusieron en duda la autenticidad del hallazgo, abriendo un debate que todavía perdura.
Más allá de la polémica histórica, el pueblito ha forjado su identidad en torno a este legado. Cada 23 de febrero, aniversario de la muerte del tlatoani, se celebran danzas tradicionales, ceremonias mexicas y actos culturales frente al templo de Santa María de la Asunción, una iglesia del siglo XVI que, según la versión oficial, alberga la cripta con los restos de Cuauhtémoc.
En su interior, una mezcla de espiritualidad católica y cosmovisión prehispánica se entrelazan en un ambiente cargado de simbolismo, complementado por un pequeño espacio expositivo que ofrece una narrativa sobre la figura del emperador y las circunstancias del hallazgo.
Para quienes buscan una experiencia más profunda, el entorno ofrece visitas a los yacimientos arqueológicos de la zona (que muestran vestigios de ocupación desde épocas olmecas hasta la llegada de los mexicas) y un contacto directo con la cultura nahua que aún pervive en sus habitantes.
Ixcateopan no es solo un lugar para contemplar el pasado, sino un espacio vivo donde confluyen memoria, rito e identidad. Un rincón apartado que invita a sentir y descubrir, entre las montañas de Guerrero, la persistencia del mito y la belleza de lo ancestral.