Alrededor de 200 tiendas y casi 500 hoteles —solo superados en número por los de París— se apelotonan en las calles de Lourdes. Una cifra que podría parecer exagerada si no fuera porque seis millones de peregrinos al año reclaman esos servicios.
La reciente elección de León XIV como nuevo papa ha devuelto a la Capilla Sixtina su protagonismo como escenario de uno de los rituales más secretos del catolicismo: el cónclave. Bajo sus frescos majestuosos se elige al hombre que encabezará uno de los estamentos más poderosos del mundo. Aún es pronto para saber qué rumbo tomará su pontificado, pero muchos fieles confían en que siga la línea de su predecesor, Francisco. Lo que nadie cuestiona es el ingente poder —y patrimonio— que ostenta la Iglesia, una riqueza obscena que, en no pocas ocasiones, se alimenta de la fe. Y pocas veces resulta tan palpable como en Lourdes.

Entre el milagro y el márketing
La ciencia establece estrictos requisitos para considerar que una curación no tiene explicación médica. En Lourdes se han documentado cerca de 7.000 supuestos milagros, pero solo 67 han sido reconocidos oficialmente por la Iglesia. ¿Suficientes? Quizá sí. Al fin y al cabo, en cuestiones de fe, una sola prueba basta. O ninguna. La fe no necesita demostración, solo fervor, y de eso aquí sobra. A lo largo de los siglos, el imaginario católico ha elevado lo milagroso a un plano inalcanzable, fuera del alcance de la razón y de la duda de los impíos.

Así es la fe: poderosa, inquebrantable, capaz de mover montañas… y de transformar un modesto pueblo del Pirineo francés en el tercer centro de peregrinación más importante del mundo. Más de seis millones de personas al año llegan hasta aquí buscando alivio espiritual, físico o emocional. Vienen a tocar la piedra de la gruta, a beber el agua del Gave, a sentirse parte de algo más grande. Y en ese camino místico, entre credos y símbolos, se levanta también una maquinaria perfectamente engrasada de turismo religioso que merece ser observada con atención.
Velas, euros y pantallas táctiles
En la explanada del santuario, mientras tomo una foto de la cúpula dorada, escucho voces en castellano. Un padre regaña a sus hijos por jugar cerca del templo. Por el acento, diría que son mexicanos. La madre empuja con mimo una silla de ruedas en la que va una anciana. Les sigo con cautela, movido por la intuición de que representan bien al peregrino tipo.
Caminan entre estatuas del imaginario católico que jalonan la rampa de acceso. Se detienen frente a los puestos automáticos de velas: tres grandes, tres pequeñas, 48 euros. Pagan con tarjeta, en una máquina multilingüe. Una pantalla proyecta en bucle un vídeo promocional. Ellos lo miran en silencio.
Solo la venta de velas para ofrendas genera unos 150.000 euros mensuales.

La gruta donde todo empezó
A unos pasos, la entrada principal de la basílica de Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción. Fue construida justo encima de la gruta de Massabielle, donde Bernadette Soubirous dijo haber visto a la Virgen en 1858. El lugar, intacto, está encajado bajo la fachada. Dentro, el silencio es sagrado. Las colas son largas, pero nadie se impacienta: esperan tocar la roca, encender una vela, beber del manantial milagroso. El ritual es físico, casi coreografiado. Algunos frotan con fervor las paredes; otros llenan garrafas con agua bendita, sin importar peso ni distancia. La fe los guía.


Hoy, pese al frío y la lluvia, hay más de cien personas en la fila. Frente a la cueva, unos bancos de madera repletos de fieles. En el centro, un voluntario limpia el altar. Como todos los que trabajan aquí por devoción, ha pagado por hacerlo.
Los espacios sagrados conmueven. Pero a pocos metros, las calles devuelven al visitante a la realidad: neones, souvenirs, cafeterías, supermercados, hoteles y tiendas de todo tipo. La variedad de artículos religiosos es apabullante, y sus precios, a menudo, astronómicos: algunas tallas alcanzan los 3.000 euros. Incluso los descendientes de Bernadette tienen tienda propia. Lourdes es espiritual… y profundamente comercial.

La paradoja de creer
Me marcho con una imagen en la cabeza: la del personaje de don Manuel, el párroco de San Manuel Bueno, mártir, el alter ego de Unamuno que predicaba la fe sin tenerla. Esa lucha entre creencia y razón sigue viva. Doy por supuesto que muchos católicos con el espíritu crítico de Francisco vivirán esa elocuente contradicción y no sé si el esplendor mercantil de Lourdes ayuda a encontrar la fe o la enturbia. Pero una cosa es segura: el negocio goza de una salud envidiable. Porque la industria del turismo religioso rara vez entra en crisis. Se alimenta de lo más humano que tenemos: el miedo, la esperanza… y el deseo de creer.
